La vida de un pequeño pueblo galés narrada a través de la profunda e inquietante mirada de un poeta. Los hechos cotidianos se vuelven extraordinarios bajo su lupa. Un sitio de ensueño, melancólico, detenido en el tiempo y un tiempo, ese tiempo, que se vuelve vivaz.
Soñé muchas veces volver a los lugares de la infancia. La casa donde me crié, el jardín de infantes, la casa de verano, los médanos de arena, la manija del levanta vidrios del Dodge 1500 expuesta al sol. Los recuerdos de infancia son traicioneros, dibujan en la mente sitios mágicos, seguros, alegres, ideales. Recordar es volver a crear una imagen en la mente, con alteraciones, omisiones, ampliaciones. El relato sobre lo recordado tiene la ventaja de conocer el final de la historia, y por ello permite la exageración y la fantasía.
En Bajo el bosque de leche (1944) Dylan Thomas vuelve a sus recuerdos de infancia y juventud poniendo en escena la vida aislada y peculiar de los habitantes de Llareggub, un pequeño pueblo marítimo galés. Una cotidianeidad que toma relevancia no tanto por el contenido como por la forma en que está narrada. La idea de comunidad, los lazos vecinales, los conflictos de intereses, las formas del matrimonio, el concepto de trabajo, el alcohol y el ocio. Sin pretensión de contarla a través del tiempo, el texto se detiene y se ensancha en un día particular de ese pueblo, un día detenido e idealizado en el tiempo, como los recuerdos de infancia que se fijan en la mente.
La obra fue concebida como una pieza radiofónica encargada al autor por la BBC y llevó por subtítulo Comedia para voces. El texto llegó en un momento de gran auge de la figura de Dylan, que con su voz hipnótica entretenía a los oyentes durante la posguerra. Fue su última obra, inseparable de su forma de vida. Durante largo tiempo se instaló en Laugharne, un apacible pueblo costero con un cálido pub a la entrada, que fue una prolongación de su casa. Allí contemplaba a los habitantes del lugar, escuchaba sus historias, sus tonos de voz, y bebía incontables copas. Bajo el bosque de leche es de algún modo un homenaje a ese sitio del que nunca se fue del todo.
La sonoridad es entonces el primer indicio en escena. En medio de la oscuridad, dos músicos al frente de piano y violoncello, y la narradora omnisciente que representa Ingrid Pelicori con la voz profunda y misteriosa que la caracteriza (la actriz también se encargó de la traducción del texto original), nos sitúan a través del relato auditivo en este bosque animado. Ubicada a un costado del escenario, nos invita a conocer un día de Llareggub. Como una espía ingreso al mundo onírico que abre sus puertas a un bosque bucólico por el que el sol asoma para dar inicio a las actividades cotidianas de los habitantes desde el despertar hasta el anochecer. El capitán Cat, un hombre de mar que se ha quedado ciego, se encuentra sentado en el centro de la escena y revive sus épocas de marino. Aparecen también Organ Morgan, obsesionado con su música, Polly Garter, que suspira por su amante muerto, Rosie Probert, mujer de vida alegre, una pareja que se ríe de la borrachera de la noche anterior; un reverendo, un cartero, un alcohólico que prácticamente vive en el bar, entre otros personajes. La mayoría de los actores representan más de un personaje, se duplican poniendo cuerpo y voz para dar mayor volumen a la trama de estos seres entre reales y fantasmagóricos. Cantan y viven entre sueños sin concretar, amarguras, ilusiones y resignaciones. Son el resultado del lugar donde se encuentran anclados, y de la imaginación poética y surrealista del autor.
El escenario rectangular y alargado de la sala Cunil Cabanellas del Teatro San Martín colabora en la construcción de ese tiempo, suspendido y estancado de un día primaveral. Dos paneles dispuestos al fondo contienen el espacio, y proyectan imágenes que acompañan las escenas. La puesta en escena creada por Mariano Stolkiner y Gustavo García Mendy recuerda a los frisos de la arquitectura griega que narran historias a través de imágenes talladas en piedra, produciendo así todo un universo visto a través de una lupa. Cada historia personal tiene lugar en un sitio del escenario. Vemos un dormitorio, una cocina, un baño, un living y una taberna, creados a partir de mínimos elementos representativos. Los actores se ubican en cada espacio pero también interactúan entre uno y otro con cantos corales, y los músicos también intervienen en la trama representando personajes. No existen divisiones tajantes, ni sitios privados, todo está a la vista del espectador. Incluso el cuerpo de la narradora invade los espacios, se acerca sigilosa a los personajes, como queriendo evitar despertarlos de algún sueño profundo.
Stolkiner y García Mendy llevaron a escena una obra concebida para la radio, donde el concepto de personaje no estaba precisamente delineado. Originalmente se trataba sólo de voces, a las que ellos le han dado una carnadura escénica de criaturas presentes corporalmente en ese pueblo costero. A caballo entre el teatro experimental, el musical, el radioteatro y la performance, Bajo el bosque de leche nos invita a viajar a nuestros propios universos interiores que nunca terminamos de abandonar.
Me han dicho que piense con el corazón
pero el corazón, como el cerebro, conduce el desamparo;
me han dicho que piense con el latido,
que cambie el ritmo de la acción cuando el latido se acelere
hasta que en un plano se confundan el campo y los tejados
tan rápido me muevo por desafiar al tiempo, el caballero quieto
cuya barba se agita en el viento de Egipto.
He oido el contar de muchos años
y muchos años tendrían que atestiguar un cambio.
La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque
aún no ha tocado el suelo.
Fragmento del poema Si los faroles brillaran de Dylan Thomas