Mil galletitas de Diego Tomasi

He visto a Dios
cruzar por la mirada de una puta
hacerme señas con las antenas de una hormiga
hacerse vino en un racimo de uvas olvidado en la parra

visitarme en un sueño con el aspecto repulsivo de una
[babosa gigantesca;
he visto a Dios en un rayo de sol que oblicuamente
[animaba
la tarde
en el buzo violeta de mi amante después de una
[tormenta
en la luz roja de un semáforo
en una abeja que libaba empecinadamente de una florcita
miserable, mustia y pisoteada, en la plaza Congreso;
he visto a Dios incluso en una iglesia.

Fragmento del prólogo de El discurso vacío de Mario Levrero

Mil galletitas cuenta la historia de un hombre mayor que percibe que va a morir en una semana y decide escribir una novela. El proyecto literario tiene como protagonista a un niño que se propone comer mil galletitas en un día. Emilio, el escritor, le cuenta a Elsa sobre sus inquietudes, con respecto a su vida y con respecto a su novela. Elsa es su compañera durante los días que se narran, mientras Nahuel trata de alcanzar lo imposible. Lo que Diego Tomasi propone en esta novela es un juego simple: Lo que importa es el viaje, no el destino. En este caso, no el objetivo.

Pero mientras tanto el destino importa, claro que importa. Gracias a ese futuro imaginado, los personajes se mueven. Al tratarse de un escritor relatando la historia de otro escritor hay otra lectura inevitable, la del propio Tomasi indagando. Se abre el juego, apelamos a múltiples lecturas. Sobre lo finito que hay en cada tarea que se emprende y la idea de cierre, imagino el fin del tiempo.

Una cuestión más allá de las cuestiones, un interrogante, una sensación más allá de lo conocido y todas estas inquietudes algún día dejaran de importar. Al menos en la forma en que entendemos lo que importa o deja de importar. Algún día la tierra explotará en mil pedazos y los trozos de este planeta viajarán por la galaxia. Quizás algún que otro concepto recobre importancia cuando unos seres relegados del espacio encuentren entre dispersos asteroides alguna que otra palabra y a partir de cierta asociación logren reconstruir algo parecido a nuestra civilización. Nuestra humanidad y la historia que se contará a partir de nuestros restos será una que logre sobrevivir al colapso, a todos los colapsos y a cada una de las mil y una noches.

En algún momento indistinguible de todos los demás, las historias de Las mil y una noches comenzaron una reacción en cadena y comprendieron toda ficción. Se repantigaron por todo el campo anómalo, fluyó uno y todos los fraseos, narrar, innovar, cultivar, saber, edificar y destruir. Todas las formas de lo imposible son las formas que tiene una historia de ser contada. Desde una abstracción indescifrable, hasta una muy sencilla y discernible sucesión de acontecimientos. Todas las ficciones se enfrentaron a la muerte, algunas a la muerte del tiempo, otras a la muerte de su protagonista, y, siempre, a la del propio autor. Las ficciones más modernas intentaron matar esa ilusión que es entender. Al menos de la forma lineal en la que interpretamos: Se abre el juego.

Narrar es ampliar el universo inteligible, aunque sepamos que cada palabra vaya a formar parte de una compilación escrita por un Anónimo y seres intergalácticos y gelatinosos apenas contemplarán interrogados estos dibujitos que también son letras. Estará toda nuestra literatura comprendida en ese elemento y no puedo afirmar que vaya a ser leída en el sentido en el que nosotros usamos la palabra “leer”. Serán fragmentos que irán componiendo alguna otra creación.

Mientras intenta enhebrar la aguja con un hilo gris, Elsa se olvida de lo preocupada que está por Emilio. De la última vez que dio clases y del último alumno que le preguntó para qué sirve la Historia. Para nada, profe, ¿no? Elsa se olvida, se pierde, se va. Un hilo intentando meterse en un agujerito mínimo. Un hilo que hacia el futuro va a ser costura, pero hacia el pasado se enrolla, se repite en su giro, se repite en su giro y no hace más que pasar de un lado y del otro y en realidad no hay lados. Sólo un tubo de plástico que lo acuna, que se deja abrazar por un hilo de nada (…)

El fin del mundo binario, de existencias o inexistencias, de objetivos logrados o no, y el desplazamiento de los seres continuos. Protagonistas y antagonistas se fundirán, amalgamados en perpetuidad. Las sustancias babosas habrán resuelto esa duda entre ser y no ser. Para ellas seremos galletitas perdidas en el tiempo.

Lo que aquellos seres harán con nuestras letras será “deglutir”. Nuestras letras serán deglutidas por seres de otra dimensión. ¿Por qué digo que son “nuestras” letras? ¿Cómo podemos saber que no son de ellos? ¿Cómo podemos saber que ellos no comisionaron la creación de vida en la tierra para el desarrollo profundo de la fantasía como instrumento para el progreso de su raza? Douglas Adams recuerda esa posibilidad. Lo único que me permito afirmar es que el trabajo terminado, la novela construida, el libro editado es un cierre.

Escribir una novela, terminarla es un pasaje de lo fluido a lo concreto. Para poder construir algo concreto es necesario definir un objetivo. Al menos para determinar un plan de acción. Esta necesidad quizás resulte irrisoria para las gelatinas del futuro. Quizás estos seres no terminen de comprender la ilusión de un futuro posible.

¿Qué hay después de las gelatinas cósmicas? Probablemente agua: continuo devenir. Mientras tanto, el espacio literario es una laguna, no hay un tiempo después de otro, está todo en presente. Está todo cerca, las palabras entretejen otras ideas, comprenden viejas y nuevas construcciones.

Tanto Emilio como Nahuel cuentan y se preguntan si saben contar. Uno galletitas, el otro sus horitas. El diminutivo se corresponde con el niño y lo simple, más no tiene nada que ver con la calidad. Un diálogo con un escritor prestigioso aclara los tantos: Hay un lugar para la pretensión y se llama soliloquio. En cambio entre los dos, entre el viejo y el niño, entre Elsa y Emilio se arma un diálogo de posibilidades, aparece el horizonte y aparecen los límites. Los días desaparecen tan rápido como el tiempo que toma hacer todo lo que fantaseamos de chicos y, en el camino hacia la muerte, esa sensación: La de estar dejando atrás un momento en el que todo es posible para dar lugar al momento en el que todo es final.

Escribe Lucas Iranzi

Lucas Iranzi es egresado de la ENERC, escribió y dirigió tanto cortos de ficción como documentales. También guionó y produjo shows teatrales de escasa difusión. Tiene múltiples personalidades pero no partícipes de un desorden o, al menos, eso afirma él. Sin ir más lejos esto lo escribió él ¿Por qué usa la tercera persona? La verdad: No lo sé.

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