Troll

En el cuento «Troll» del libro «Mi marido se enamoro de Anne Hathaway» (cUero eDita) Alan Talevi nos acerca a su protagonista de personalidad dividida y alterada, que se escabulle por diversas redes sociales. Ilustra María Lublin.

Muevo el puntero por la pantalla y me logueo como Valeria Antonelli. 

Valeria vive en Guernica, Provincia de Buenos Aires. Estudió Química en un instituto superior de formación docente. Da clases en dos secundarias. Tiene cuarenta años, un hijo de doce, es divorciada. Aparece sola en todas las fotos de su muro de Facebook, que no son muchas. Si se miran con atención, tienen esa cualidad artificial de las fotografías que los portarretratos traen de fábrica. A Valeria le gusta hacer tests y trivias en internet y comparte los resultados en las redes sociales. En el test “¿Cuán MALO/A eres?”, por ejemplo, le salió que es “peligrosa para la gente que no soporta la verdad”, resultado que, por cierto, la enorgullece. De acuerdo al test “¿De qué color brillas?”, Valeria brilla con el color rojo: “un color intenso, enérgico y vivo que simboliza la fuerza interior y la seguridad en sí misma”. El viernes, si consigue ubicar a su hijo con una amiga, saldrá, por primera vez después de su divorcio, a cenar con un hombre. Tal vez eso la anima a entrar en la página del intendente y dejarle un mensaje que dice: 

Hijo de puta, devolvé lo que te robaste. 

Valeria Antonelli no espera a que le respondan: cierra la sesión.

Me preparo un té verde con un poco de azúcar mascabo. La presión del agua está muy baja desde hace días y la pava tarda en llenarse. La azúcar mascabada no es tan cariogénica como la común. Aunque sé que se recomienda infusionar el té verde por no más de tres minutos, lo dejo cinco. Me gusta el leve gusto a mate cocido que adquiere de esa manera.

Vuelvo a la computadora y me logueo como Cuchi Arévalo. 

Cuchi Arévalo es albañil, separado, padre de cuatro hijos. De joven militó en la juventud radical, pero su romance con Alfonsín se terminó con el pacto de Olivos. Envejeció antes de tiempo: tiene cincuenta y cinco, pero aparenta setenta. Tal vez por eso no tiene fotos personales en las redes, prefiere poner las de sus ídolos de Huracán: el Loco Houseman, Herrero, el Turco Mohamed. Entra en la página del Presidente de la Nación, donde escribe: 

x favor, aca en Parque Patricios estamos cansados de pisar barro y de 25 años de robo. estoy podrido de las promesas y discurso politico. cloacas y agua corriente ya! 

Una tal Liliana Dinatale responde enseguida a su comentario pidiendo paciencia. Le dice que ore por la Patria y por el Presidente. Le sugiere que visualice el asfalto y cualquier otra cosa que desee para su barrio, añadiendo que todo se cumplirá en el futuro inmediato. Al Cuchi le parece raro mezclar la fe con la obra pública, pero le cae bien el optimismo de Liliana. Entra en la página de ella y le revisa las fotos del perfil público. Le envía una solicitud de amistad y un mensaje privado que dice: 

No demos vueltas q somos grandes. la tengo larga y gorda. 

Cuchi Arévalo cierra la sesión.

Son las 16:30. Todavía tengo un rato para mí. Voy a la terraza con la colchoneta y hago mis ejercicios de yoga. Me concentro en las asanas del gato y del perro, repitiendo seis veces cada una. Me hacen bien a la columna después de tantas horas frente a la pantalla. En posición de loto, intento meditar. Aunque el loto es una de las posturas más habituales del yoga, no es apta para principiantes: si se hace bien, exige gran flexibilidad en tobillos y rodillas. Simboliza una pirámide que controla y regula la energía de la vida. Sentado así, cierro los ojos y presto atención al ritmo de la respiración y a los sonidos del ambiente: las bocinas y frenadas de los autos, los pájaros, una pareja que conversa en el balcón del edificio vecino. Trato de abrazar todo y dejo que los sonidos me atraviesen, me hago nadie. Me quedaría así, en ese vacío, durante horas, pero Nina ya debe estar por llegar. Vuelvo, sin ganas, al departamento. Siento los músculos de la cara blandos, los párpados pesados. 

Voy a la computadora y me logueo como Carolina Cántaro. 

Carolina tiene veinticinco años, es de Chubut, instructora certificada de pilates, amante del aire libre y los animales. Está de novia, feliz, desde hace seis meses ya, aunque cuando conoció a su pareja no estaba buscando una relación seria. Hace poco, agregó en su perfil de Facebook la leyenda “tiene una relación”, pero por ahora prefiere no indicar con quién. Se mete en la página de la Asociación Protectora de Animales de Puerto Madryn. La Asociación está a favor de la castración. La foto de portada informa que al castrar un perro se reducen en un 70% las peleas callejeras y en un 80% la marcación con orina. El 80% de los perros atropellados no está esterilizado y el 82% de las mordeduras graves son causadas por perros sin castrar. Carolina piensa que lo de las mordeduras graves y las peleas callejeras es razonable: un perro sin testículos no produce testosterona y un macho sin testosterona es un macho dócil. Duda, sin embargo, sobre el dato de los perros atropellados. ¿Cuándo los castran se vuelven más inteligentes y cruzan la calle con cautela? Le llama la atención una publicación de un tal Francisco Toledo: en la foto hay dos cachorros de labrador, uno con collar rosa y otro con collar azul. Francisco dice que debe viajar con urgencia a la Capital y pregunta si alguien le puede cuidar los perritos. Promete dejar una bolsa grande de alimento. Es algo habitual en las páginas de amigos de los animales, que la gente pida asilo temporal para una mascota. Ella ha sabido de casos en los que la persona que recibe a las mascotas nunca vuelve a saber del dueño. Tocan el timbre. Carolina Cántaro cierra la sesión. 

Atiendo. Es Mabel, la madre de uno de los compañeritos de Nina, que trae a Nina del colegio. Nos turnamos para buscarlos. Bajo a abrir. Mabel es muy responsable con los chicos. Demasiado responsable. No es muy linda, pero se arregla bien. No tengo ganas de sonreír, pero sonrío y la saludo con la mano. Ella me devuelve su sonrisa de labial rosa.  Se estira hacia la puerta de atrás para abrirle a Nina. Nina corre hacia mí gritando ¡papá! y me abraza las piernas. Le acaricio la cabeza, la agarro de la mano, me acerco al auto. Mabel baja la ventanilla del lado del acompañante. De cerca, me doy cuenta de que el labial rosa es uno de esos que tiene efecto mojado, como los que usaban mis compañeritas de la secundaria en la pileta. Sus dientes son muy blancos, imagino que Mabel es de esas personas que van al dentista dos veces al año, aunque no tengan ningún problema. Hago las preguntas de rutina: cómo se portaron los chicos, si hubo mucho tránsito, si quiere pasar a tomar un café (sé que está apurada y que va a decir que no).       

Subimos al departamento. Nina dice que tiene hambre. Que quiere su chocolatada. Se la preparo a desgano. Parte del cacao queda sin disolver en el fondo del vaso, y se hacen grumos en la superficie de la leche. Le digo que tome despacio pero no hace caso, vacía el vaso de un trago, sin hacer pausa ni para respirar, y cuando termina le queda una boquera de chocolate. Me molesta el estado exaltado de Nina al volver del colegio, justo en el momento del día en que más tranquilo estoy. Le limpio la boca. Pide más. No quiero que se ponga gorda. Le preparo medio vaso más y le pido que lo tome de a poco, advirtiéndole que si se queda con ganas tendrá que esperar a que llegue su madre. Me pide que vayamos a la terraza. No tengo ganas de ir otra vez, ya tuve suficiente aire libre con mi sesión de yoga. Le digo que iremos más tarde y la llevo a su pieza con el vaso de chocolatada y la dejo jugando con la tablet. 

Estoy inquieto.  

Vuelvo a la computadora y me logueo otra vez como Carolina Cántaro. 

Carolina entra de nuevo en la página de la Asociación y envía un mensaje privado a Francisco Toledo consultando hasta qué día necesita que le cuiden los perritos. Él contesta a los pocos minutos: 

Hasta el martes que viene

Cinco días. Demasiado tiempo. Carolina pide disculpas, dice que solo podría cuidarlos durante dos. Francisco dice que todo bien, que gracias igualmente. Carolina se lamenta. Le hubiera encantado ayudar, pero cinco días es demasiado y su departamento, muy chico para alojar dos perros. Encima cachorros. Los cachorros tienen demasiada energía, no se los puede tener encerrados el día entero. Si por lo menos tuviera un patiecito o un balcón… Se pregunta qué será eso tan urgente que Francisco debe hacer en Buenos Aires. Es un poco irresponsable adoptar dos cachorros y dejarlos enseguida en custodia de cualquiera. Los cachorros no son como los adultos: se encariñan enseguida y sufren el desarraigo. Está pensando en eso cuando se asusta con el ruido de un vidrio rompiéndose. ¿Qué fue eso? Está sola en la casa. Su novio no llegará hasta las nueve. Carolina Cántaro cierra la sesión.    

Voy a la pieza de Nina. Nina dejó la tablet a un lado. Tiene las manos enlazadas y está mirando hacia abajo. Mueve los pies, alternando uno y otro, atrás adelante, atrás adelante. Sobre el piso hay pedazos de vidrio y un charco de chocolatada. Un charco de chocolatada sobre el parqué. La zamarreo. Mientras la sacudo ella sigue sin mirarme y le empiezan a caer lágrimas por la cara. Le pregunto en qué estaba pensando. Los padres de hoy en día exageran mucho con el tema de no ponerle un dedo encima a sus hijos. Ningún chico se murió porque lo sacudieran un poco. ¿Qué pensaría Mabel de esto? Mabel es de esas personas que prefieren prevenir que curar; estoy seguro de que me daría la razón. Hago que Nina barra los vidrios. Tiene que aprender a hacerse responsable por sus errores. Cruzado de brazos, la miro barrer. No deja de lloriquear. Le digo que guay de que se vaya a cortar, que lo único que falta es tener que ir corriendo al hospital. Nina siempre llora en silencio. Preferiría que lo haga a gritos, como una nena normal. Cuando termina de barrer me aseguro de que no hayan quedado vidrios pequeños por ahí y entonces le pido que pase el trapo. Se escucha la puerta: la madre de Nina llega del trabajo. Pregunta qué pasó, le seca las lágrimas, le saca el trapo y termina ella misma de limpiar. Me desautoriza, hace que la nena reciba mensajes contradictorios. Consiente demasiado a Nina. Las personas consentidas son débiles. Madre e hija me esquivan la mirada, de tal palo tal astilla. Nina es un calco de la madre. Ahora la madre va a la cocina a escurrir el trapo y yo le advierto a Nina que, por las dudas, no se saque las zapatillas. Pregunta hasta cuándo. 

Entro a la computadora y me logueo como Patricia Ríos. Patricia tiene treinta años, es militante de género, activista del amor libre y afiliada a un partido de izquierda. Por su condición de morocha fogosa y librepensadora sexual no tiene problemas para conocer hombres o mujeres, pero sí le cuesta sostener una relación estable. Es difícil encontrar compañeros que no confundan el amor libre con la falta de compromiso. Son las huellas del patriarcado. Entra a uno de los muchos grupos de militancia de género a los que está suscrita. En el grupo convocan a una marcha a favor del aborto en el Congreso. Patricia indica que asistirá. Entre los comentarios de la publicación aparece el de una tal Liliana Dinatale diciendo que Dios es todo misericordia pero que a las abortistas las espera el infierno. Liliana pregunta por qué no se esterilizan en vez de asesinar bebés inocentes. Dice algo de los avances de la ciencia y de la castración química. Sus comentarios desataron la ira de las integrantes del grupo: algunas intentan convencerla mediante argumentos, pero la mayoría la insulta. Patricia tiene el reflejo de sumarse al insulto colectivo, pero hay algo en el nombre y en la foto de perfil de Liliana que la paraliza. ¿Qué es? Está segura de que conoce a esa mujer. ¿De dónde? No puede ser de la escuela, porque Liliana es muchos años mayor que ella. ¿Su pueblo?, ¿el trabajo? No, tampoco. Tiene un déjà vu. Se siente como si recién se despertara de un sueño vívido. Está segura de haber visto antes a esa mujer. La vio hace poco. ¿Dónde? Le queda dando vueltas el comentario de Liliana sobre la castración química. La castración es una forma de postergar la revolución. Libertad sin deseo. Lo mismo que los fundamentalistas árabes que mutilan clítoris, pero en versión occidental, edulcorada. Cree haber leído que los animales castrados se comportan mejor. Le da dolor de cabeza. Punzadas en las sienes. Sin contestar el comentario de Liliana, Patricia Ríos cierra la sesión.

La madre de Nina me está mirando, abrazándose a sí misma y frotándose los brazos. Le pregunto qué pasa. Le pregunto si tiene frío. Ella es todo lo contrario de Mabel. Tiene una cara preciosa, pero se ha dejado estar y nunca se esfuerza por verse linda. Ni una gota de delineador, ni siquiera aros. Le he regalado bijouterie para las Navidades y en algún cumpleaños, pero nunca la usa. Dice que Nina está asustada. Que esto tiene que terminar. Le digo que exagera, todo por un zamarreo. ¿Y los árabes qué? Me mira como si no entendiera de qué estoy hablando. Me duele la cabeza, tengo puntadas entre los ojos, justo donde se ubica Ajna, el sexto chakra. 

Me concentro en la pantalla. Me cuesta abstraerme de la madre de Nina, cruzada de brazos en la puerta del comedor. Me logueo como Patricia Ríos.

Patricia no puede quitarse de la cabeza a Liliana Dinatale, esa cara familiar, la idea de la castración química. Mira el muro de Liliana. En su muro, Liliana hizo una denuncia pública contra un tal Cuchi Arévalo. Dice que es un pervertido. Que manda mensajes obscenos por el privado. Le pide a las “chicas” que por favor compartan con sus contactos, que tengan cuidado con Arévalo. Patricia siente curiosidad por ese hombre. Ella es feminista, sí, pero quiere ser ecuánime. Considerando las ideas retrógradas de Liliana, podría ser que la reacción fuera exagerada, que el tipo haya nada más manifestado algún interés y la come-cirios esa haya reaccionado como una histérica. La violencia de la sociedad patriarcal y la represión sexual en la mujer son dos caras de la misma moneda. Entra a la página del Cuchi Arévalo. Lástima, el tipo no tiene fotos propias, nada más pone imágenes de jugadores de fútbol, algunas de hace mil años, en blanco y negro. Le escribe un mensaje privado al Cuchi que dice, simplemente: Hola. Duda de dar enter. Da enter. Siente un escalofrío, no sabe por qué.

Patricia Ríos cierra la sesión.

La madre de Nina sigue cruzada de brazos. Me mira y ahora es ella la que llora en silencio. No la entiendo. ¿Qué es eso de llorar por cualquier cosa? ¿No puede aguantarse hasta que Nina se vaya a dormir? Me está provocando. Ella tiene la culpa de que Nina sea como es, frágil. Como no tolero verla así me concentro otra vez en la pantalla. Me logueo como Carolina Cántaro. 

Carolina le envía un mensaje privado a Francisco Toledo. Le dice que, si todavía no consiguió lugar para los labradores, cuente con su departamento. Pero solo hasta el martes próximo. Espera uno, dos, tres minutos. Él no responde: ve el mensaje, sí, la tilde al lado del mensaje se pone azul, pero no contesta. Desagradecido. Peor: maleducado. Ella está queriendo hacerle un favor y el tipo ve el mensaje y ni siquiera se digna a poner que ya consiguió otro hogar para los cachorros, que gracias. Que se vaya a la mierda. 

Carolina Cántaro cierra la sesión.

Nina está asomada en el pasillo y mira a la madre y le pregunta qué pasa y la madre se enjuga las lágrimas y dice que nada. Ahora Nina empieza a lagrimear otra vez y la puta que la parió no puede ser que una madre le haga eso a la hija, que le contagie su depresión, la está condenando a ser depresiva, una vez que la neuroquímica del cerebro se establece ya no hay forma de volver atrás. Mabel seguro que no le hace eso a sus hijos. Pienso en el labial rosa que Mabel se puso hoy. Ella sí sabe arreglarse. Sabe enfrentar la vida con colores, con alegría. Me gustaría ver a Mabel con un labial bien rojo. La madre agarra a Nina de los hombros y la lleva hasta el dormitorio. Le dice que juegue. Le cierra la puerta. 

Me logueo como Cuchi Arévalo.

El Cuchi se pone feliz al ver que tiene dos mensajes en su bandeja de entrada. Uno es de Liliana, que lo acusa de depravado. El Cuchi piensa que Liliana es una malcogida. El otro mensaje es de una tal Patricia Ríos y dice, nada más, hola. Mira las fotos de Patricia. Una pendeja, una morocha bien puesta, un poco hippie. Se ríe al pensar que iba a gastar tiempo con la veterana. A las pendejas de hoy no hay con que darles, van al frente. Ojalá hubiera nacido veinte años después, si fuera joven ahora no dejaría piba en pie. Contesta el mensaje de Patricia: 

Hola preciosa. me gustan las mujeres q van p delante. mujeres con TODAS LAS LETRAS. Yo soy bien hombre, un hombre d los d antes. la tengo larga y gorda

Cuchi Arévalo cierra la sesión.

La madre de Nina me pregunta qué mierda hago todo el día en la computadora. ¿Dónde fue Nina? En el tono más calmo del que soy capaz le advierto que cuide las palabras porque la nena puede estar escuchando. Mi mujer es un caso perdido. Si una madre no se da cuenta de cuánto daño le hace a su hija, ya no tiene vuelta atrás. Le contesto que ella sabe muy bien que trabajo con la computadora, que me gano la vida de esa manera. Entonces tiene una crisis de nervios. Se retuerce las manos y tiembla de pies a cabeza y llora y moquea. Le digo que deje de hacer teatro. Va a la cocina y se escuchan ruidos de vasos que caen al piso y estallan. Vuelvo a la pantalla y me logueo como Patricia Ríos.

Patricia Ríos ve el mensaje de Cuchi Arévalo y, aunque se siente un poco ofendida, piensa en ese miembro largo y gordo que promete el Cuchi. Una mujer fuerte como ella necesita hombres fuertes. La distraen ruidos de cosas que se rompen, pero la imagen del sexo del Cuchi es más poderosa y Patricia se sumerge en ella y los ruidos se ahogan. Lo imagina oscuro, con venas prominentes. Se imagina abriendo los labios todo lo que puede para abarcar el sexo de ese hombre, el olor íntimo del Cuchi, la tensión en los labios, la mandíbula abierta al máximo. Se imagina sus labios pintados con el labial más fuerte que existe. No puede resistirse a esa imagen. Se dice que la igualdad de la mujer implica, también, tomar la iniciativa. Escribe un mensaje privado al Cuchi: 

¿Querés que nos veamos para tomar algo?

No sabe por qué, le falla el pulso mientras escribe el mensaje y se equivoca de teclas y tiene que borrar y volver a escribir tres veces hasta que consigue que la invitación al Cuchi no tenga errores de tipeo. ¿Por qué se pone tan nerviosa al mensajearse con ese hombre? Da enter. Un escalofrío violento la hace temblar de pies a cabeza. Escucha un portazo.   

Patricia Ríos cierra la sesión.         

La casa está en silencio. Me asomo a la cocina. La madre de Nina ya no está, hay pedazos de platos y vidrios rotos por todas partes. Llamo a Nina. No contesta. Voy a su pieza. ¿A dónde fueron? Las puertas del placard abiertas, ropa de nena desparramada en el suelo. Recorro la casa. Vacía.

Por un momento siento el impulso de salir a buscarlas. Después me quedo escuchando el silencio. Una canilla que gotea, los bocinazos apagados que entran desde la calle. 

Vuelvo a la computadora. El navegador está en modo incógnito, para no dejar rastros. En ese modo, la ventana del navegador es oscura y lúgubre como un día de tormenta. Pasa un rato largo. La luz que viene de afuera cambia, la habitación queda en penumbras. Los campos donde van el nombre del usuario y la contraseña están vacíos. En el primero, el cursor titila y titila sin parar. Su parpadeo es cada vez más lento. 

Escribe Alan Talevi

Alan Talevi nació en Buenos Aires en 1980. Es Licenciado en Artes de la Escritura (UNA). Obtuvo los Primeros Premios del Concurso Itaú y del Concurso de cuentos del Círculo de Estudiantes de Artes de la Escritura de la UNA. Publicó los libros de cuentos Pero ninguna palabra sobrevive (Malisia, 2019), Anomalía (Ed. Municipal de Córdoba, 2020), por el que obtuvo el Segundo Premio del Concurso Municipal Luis José de Tejada, y Mi marido se enamoró de Anne Hathaway (Cuero, 2023). En poesía, publicó Histéresis (HD Ediciones, 2022) y En un pozo de marea (Cuero, 2022). Es uno de los fundadores de editorial Salta el Pez.

Para continuar...

Playlist

Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

Un Comentario

  1. Me copó este cuento. Entrás enseguida y no te suelta.

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