Por estos días la cuarentena nos obliga a guardarnos y también a pensar en todo aquello que hacemos simplemente para sobrevivir (aunque sea culturalmente). Manuel Max González en este texto analiza ciertos vicios adquiridos a la hora de reseñar y/o opinar sobre el trabajo de los otros. Vicios que, quizás sin quererlo, nos someten a un encierro aún más asfixiante.
Toda exposición cultural es maravillosa. Cada libro nuevo, un cambio de paradigma, el primer paso de una gran carrera. Un grupo de hombres y mujeres improvisando líneas desordenadas en un teatro vacío, cambian, cada noche, el destino del país. Todo intento artístico es arte y todo arte es la verdad, aunque los intentos entre sí no tengan relación y hasta parecerían, por razones formales o ideológicas, ser completamente irreconciliables.
Después, por atrás, se critica. O se escucha el ciclo literario con una pesadumbre que bordea el sueño. Imposible confesar la pesadumbre. Se pide, en cambio, una cerveza. Las ideas de cómo debe hacerse la literatura, las discusiones sobre si los libros de tal autor reconocido valen o no la pena, se evaporan de la conversación. Quedamos congelados en felicitaciones recíprocas, desganadas. Lo otro, el debate, las concepciones sobre la narración y la naturaleza del arte, la función del escritor, eso, puede generar conflicto. Y el conflicto es duro para El Arte.
El Arte, después de todo, siempre tiene que estar unido. Aunque no se sepa bien qué es eso del Arte. Toda actividad, suponemos, vagamente creativa, desde poner fotos apresuradas y toscas en una pared blanca de un centro cultural cualquiera hasta escribir Glosa o En busca del tiempo perdido o filmar Mad Men, cada obra entra indiferenciada en el colectivo Arte. El Arte tiene muchos enemigos, afuera de sí mismo. La sociedad cruel, que persigue el interés y la cosa por la cosa, se abalanzaría sobre el arte ante el primer rompimiento de filas. Que el Estado -que representa el orden y, en cierto sentido, al Hombre- financie el arte independiente, no es un problema. El Arte es fuerte, mientras los suyos se cuiden. Hay que volverse corporación, proteger a todos los que están adentro.
Además, si uno criticara lo que hace otra persona, podría herirle los sentimientos. Y todos sabemos que hacer que alguien se sienta mal, aunque haya un desacuerdo conceptual o intuitivo detrás y no mala intención, es casi como matarlo. Todos, entonces, tenemos que cuidarnos, todo el tiempo, de nunca hablar mal de nada dentro del Arte. Genera resentimiento hablar negativamente de lo que hace otro, aunque se obedezcan convicciones. Hasta se cierran puertas y después uno no puede publicar nada. Esto no importa, pero hay que tenerlo en cuenta. Hablar mal es perder el tiempo, además, si hay tantas cosas buenas que decir.
Y si uno siente, en ese espacio blando, casi fantasmal, que tenía razón Hegel y que tienen razón los que lo explicaron después, que el arte está muerto, que puede vivir como manera de crear significado para unos pocos o sobre uno mismo o como juego vacío, pero no como institución social de fundación de sentido o como espacio de autocomprensión grupal, que las buenas obras se las arreglan, reptando, sólo para demorar unos segundos esa muerte pronta, casi inmediata, y que el arte como lugar social, como comunidad de gente que lo ejecuta, es una sala de teatro donde las butacas están vacías y los actores, histriónicos, gesticulan entre sí, mirándose sólo para la comparación, si uno siente, por un segundo, todo eso, no importa. Hay, al final del día, que defender el Arte. Y el enemigo, claro, son siempre los de afuera.