Una breve visita a la exposición sobre Juan José Saer en Fundación OSDE.
-Era un salón vacío con fotos colgadas y primeras ediciones en vitrinas y entrevistas proyectadas en paredes o en pantallas y cuadros sinópticos que pretendían relacionar entre sí las obras de Saer y que parecían cartas astrales. No había nadie, salvo unos viejos y los guardias. El espacio era muy grande para lo que se mostraba y lo que se mostraba estaba imbuido de una presencia solemne que malamente pretendía contrarrestar, porque en realidad ratificaba, la insignificancia de la exposición. La disposición material de los objetos era muy precaria: se limitaron a depositar cosas presuntamente saerianas en un lugar, que podría haber sido cualquiera, con prescindencia del contexto y casi, hasta diría, del estilo y las preferencias estéticas del propio Saer. La atmósfera era menos opresiva que lamentable y el sentimiento más perdurable de la experiencia, el que queda ahora mientras escribo, fueron las ganas de irse. Según pienso, la forma del homenaje era la de un cenotafio. Es decir: la de una tumba donde no está siquiera el cadáver, el cuerpo carcomido por el tiempo, del héroe caído en batalla.
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