El camino a Wigan Pier – Parte 1 – Capítulo 2

Compartimos el segundo capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell (1984, Rebelión en la granja) en el que el autor intentó analizar la forma de vida de los obreros en la década del ´30, realizando, para cuando finalizó, todo un testamento ideológico. Gracias a la traducción de Marcelo Zabaloy, vuelve a ser posible leer la última visión política de un gran escritor en nuestra lengua. El primer capítulo pueden encontrarlo en este link. Ilustraciones de María Lublin. 

 

II

 

Nuestra Civilización, con perdón de Chesterton, está basada en el carbón, más completamente de lo que uno percibe hasta que deja de pensar en eso. Las máquinas que nos mantienen vivos, y las máquinas que fabrican esas máquinas, dependen todas directa o indirectamente del carbón. En el metabolismo del mundo occidental el minero del carbón es el segundo en importancia detrás del hombre que labra el suelo. Es una especie de cariátide mugrienta sobre cuyos hombros se soporta casi todo lo que no es mugriento. Por esta razón el verdadero proceso mediante el cual se extrae el carbón es bien digno de observar, si se tiene la ocasión y uno quiere tomarse el trabajo.

Cuando uno desciende a una mina de carbón es importante tratar de llegar a la cara de carbón cuando los ‘llenadores’ están trabajando. Esto no es fácil, porque cuando la mina está operando los visitantes son un estorbo y no se los alienta a que lo hagan, pero si uno va en cualquier otro momento es posible que salga con una idea totalmente equivocada. Un domingo, por ejemplo, una mina parece casi pacífica. El momento de ir es cuando las máquinas rugen y el aire está negro del polvillo de carbón, y cuando se puede ver realmente lo que los mineros tienen que hacer. En esos momentos el lugar es como un infierno, o por lo menos como mi representación personal del infierno. La mayoría de las cosas que uno se imagina del infierno están ahí –calor, ruido, confusión, oscuridad, aire viciado, y, sobre todo, un espacio insoportablemente estrecho. Todo excepto el fuego, ya que no hay fuego ahí abajo excepto los débiles rayos de las lámparas Davy[1] y las linternas eléctricas que a duras penas penetran las nubes del polvillo de carbón.

Cuando uno por fin llega –y llegar hasta allí es en sí mismo un trabajo; lo explicaré en un momento– se arrastra a través de la última línea de soportes del pozo y ve enfrente de sí una brillante pared negra de un metro o un metro veinte de alto. Esta es la cara de carbón. Encima está el techo liso formado por la roca de la cual se ha cortado el carbón; debajo está de nuevo la roca, de forma que la galería en la que uno está tiene tan solo el alto de la misma veta de carbón, probablemente no más de un metro. La primera impresión, dominando todo lo demás por un momento, es el terrible ruido ensordecedor de la cinta transportadora que retira el carbón. No se puede ver muy lejos, porque la niebla del polvillo de carbón devuelve la luz de la lámpara, pero se puede ver a cada lado la línea de hombres semidesnudos arrodillados, uno cada cuatro o cinco metros, metiendo sus palas debajo del carbón caído y revoleándolas ágilmente por encima del hombro izquierdo. Lo cargan en la cinta transportadora, un cinturón de goma de unos setenta centímetros de ancho que corre a uno o dos metros detrás de ellos. Por este cinturón corre constantemente un brilloso río de carbón. En un mina grande transporta varias toneladas de carbón por minuto. Se lo lleva hasta un lugar en los caminos principales en donde lo meten en unos tubos con una capacidad de media tonelada, y desde allí es arrastrado hasta las jaulas y subido al aire exterior.

Es imposible ver a los ‘llenadores’ trabajando sin sentir una punzada de envidia por su robustez. Es un trabajo terrible el que hacen, un trabajo poco menos que sobrehumano para los parámetros de una persona corriente. Porque no sólo levantan cantidades monstruosas de carbón sino que además lo hacen en una posición que duplica o triplica el esfuerzo. Deben permanecer de rodillas todo el tiempo –no podrían enderezarse sin golpearse contra el techo– y si uno lo intenta puede ver fácilmente el tremendo esfuerzo que esto significa. Palear es comparativamente fácil cuando uno está de pie, porque puede usar la rodilla y el muslo para impulsar la palada; arrodillado, todo el esfuerzo recae en los brazos y los músculos del vientre. Y las demás condiciones no hacen las cosas exactamente más fáciles. Está el calor –varía, pero en algunas minas es sofocante– y el polvillo del carbón que se le mete a uno en la garganta y las fosas nasales y se amontona en los párpados, y el interminable traqueteo de la cinta transportadora, que en ese espacio confinado es más bien como el tableteo de una ametralladora. Pero los llenadores se ven y trabajan como si fuesen de acero. De verdad parecen de hierro –estatuas de hierro forjado– bajo la suave capa de polvillo de carbón que se les adosa de la cabeza a los pies. Sólo cuando uno ve a los mineros en las profundidades de la mina, y casi desnudos, se da cuenta de lo magníficos que son estos hombres. La mayoría son petisos (los grandotes están en desventaja en ese trabajo) pero casi todos tienen unos físicos muy nobles; hombros anchos que van afinándose hacia unas flexibles cinturas estrechas, y glúteos pequeños bien pronunciados y muslos fibrosos, sin un gramo de grasa floja por ninguna parte. En las minas más calurosas usan solamente un par de calzones delgados, zuecos y acolchados en las rodillas. Difícilmente se puede decir por su aspecto si son jóvenes o viejos. Pueden tener cualquier edad hasta los sesenta o incluso sesenta y cinco años, pero desnudos y negros son todos parecidos. Nadie podría hacer ese trabajo si no tiene el cuerpo de un hombre joven, y una figura apropiada para un guardaespaldas; con unos pocos kilos de más a nivel de la cintura estar constantemente agachado sería imposible. Una vez visto es un espectáculo inolvidable –la línea de figuras agachadas, arrodilladas, todas cubiertas de hollín, metiendo sus enormes palas bajo el carbón con estupenda fuerza y velocidad. Trabajan durante siete horas y media, teóricamente sin descanso, ya que no hay tiempo ‘libre’. En realidad escamotean un cuarto de hora o algo así en algún momento del turno para almorzar lo que se traen, usualmente un trozo de pan con grasa y una botella con té frío. La primera vez que observé trabajar a los ‘llenadores’ metí los dedos sobre un horrible objeto baboso entre el polvillo de carbón. Era un trozo de tabaco masticado. Casi todos los mineros mascan tabaco, que según dicen calma la sed.

Probablemente uno tenga que bajar a varias minas de carbón antes de entender un poco de los procesos que tienen lugar a su alrededor. Esto es principalmente porque el mero esfuerzo de ir de un lugar a otro hace difícil percibir cualquier otra cosa. Incluso en cierta forma es decepcionante, o por lo menos no es lo que uno se imaginó. Uno se mete en la jaula, que es una caja de acero del ancho de una cabina telefónica y de dos o tres veces su largo. Puede llevar hasta diez hombres pero se amontonan como sardinas en lata y un hombre alto no entra erguido. La puerta de acero se cierra y alguien que maneja las roldanas desde arriba lo suelta al vacío. Uno siente la náusea habitual en su estómago y que le estallan los oídos pero no se tiene mucho sentido del movimiento hasta que va llegando al fondo, cuando la jaula frena tan abruptamente que se podría jurar que de nuevo está yendo para arriba. En el medio de la carrera la jaula probablemente alcance unos noventa kilómetros por hora; en las minas más profundas incluso los supera. Cuando uno sale gateando en el fondo está quizás a unos cuatrocientos metros de profundidad. Quiere decir que encima tiene una montaña de tamaño promedio; cientos de metros de roca sólida, huesos de bestias extintas, subsuelo, pedernales, raíces de cosas que crecen, verdes prados y vacas pastando –todo esto suspendido sobre su cabeza y aguantado por unos pilares de madera no más gruesos que una pantorrilla. Pero a raíz de la velocidad a la que bajó la jaula y a la oscuridad completa del viaje uno apenas se siente a mayor profundidad que lo que se sentiría si estuviese en el subterráneo de Piccadilly.

Lo que por otra parte sorprende son las inmensas distancias horizontales que hay que recorrer bajo tierra. Antes de bajar a una mina me había imaginado vagamente al minero saliendo de la jaula y poniéndose a trabajar en una veta de carbón ubicada a unos metros de allí. No me había dado cuenta de que incluso antes de ponerse a trabajar tuviera que arrastrarse por pasillos una distancia como la que hay entre London Bridge y Oxford Circus[2]. Al principio, por supuesto, el eje de una mina se hunde en algún sitio cercano a una veta de carbón, pero a medida que la veta es explotada y se siguen vetas nuevas las obras se van alejando más y más del fondo del pozo. Hay un kilómetro y medio entre el fondo del pozo y la cara de carbón, esa es probablemente una distancia promedio; cinco es una distancia bastante normal; se dice que en algunas minas esa distancia es de hasta siete kilómetros. Pero estas distancias no guardan relación con las distancias en la superficie. Porque en todo ese kilómetro y medio o cinco como puede ser, difícilmente haya fuera del corredor principal, e incluso allí, un sitio donde un hombre pueda pararse erguido.

No se percibe el efecto de esto hasta haber avanzado unos cientos de metros. Uno empieza agachándose un poco por la galería débilmente iluminada, de unos tres metros de ancho por uno cincuenta de alto, con las paredes formadas por planchas de esquisto, como las paredes de piedra en Derbyshire. Cada uno o dos metros hay pilares de madera que sostienen las vigas y los tirantes; algunos de los tirantes se han pandeado formando unas curvas fantásticas bajo las cuales hay que agacharse. Por lo común el piso es malo –puro polvo o bloques de esquisto rotos, y en algunas minas donde hay agua son barrosos como corral de granja. Además están las vías para las bateas de carbón, como una vía férrea en miniatura con durmientes cada uno o dos metros, lo que dificulta la caminata. Todo es gris por el polvillo de esquisto; hay un intenso olor polvoriento que parece ser el mismo en todas las minas. Uno ve máquinas misteriosas cuyo propósito desconoce, y grupos de herramientas pendiendo juntas de un cable, y a veces ratones huyendo de los rayos de las linternas. Son increíblemente comunes, sobre todo en las minas donde hay o hubo caballos. Sería interesante saber en primer lugar cómo llegaron ahí; posiblemente cayendo por el pozo –porque se dice que un ratón puede caer cualquier distancia y salir indemne, debido a la relación entre su área y peso. Hay que pegarse a las paredes para dejar paso a las líneas de bateas traqueteando lentamente hacia el pozo, tiradas por un cable sinfín de acero operado desde la superficie. Uno se arrastra a través de cortinas de arpillera y gruesas puertas de madera las que, al abrirse, dejan salir feroces corrientes de aire. Estas puertas son una parte importante del sistema de ventilación. El aire viciado es extraído por un pozo mediante ventiladores y el aire fresco entra por otro por su propia cuenta. Pero si se lo deja solo, el aire tomará el camino más corto de regreso dejando sin ventilación a los obreros que trabajan a mayor profundidad; así que todos los atajos deben ser compartimentados.

Al principio caminar agachado es más bien un chiste, pero un chiste que pronto se gasta. Tengo la desventaja de ser excepcionalmente alto, pero cuando el techo desciende a un metro veinte o menos se vuelve un trabajo duro para cualquiera que no sea un enano o un niño. No solo hay que doblarse en dos, hay que mantener la cabeza en alto todo el tiempo para ver las vigas y los tirantes y esquivarlos a medida que aparecen. Uno tiene, por consiguiente, un constante dolor de cuello, pero eso no es nada comparado con el dolor en las rodillas y en los muslos. En menos de un kilómetro se convierte (y no exagero) en una agonía insoportable. Uno se pregunta si en algún momento llegará a destino e incluso más, cómo diablos hará para volver. El ritmo se vuelve más y más lento. Se llega a un trecho de unos doscientos metros en donde todo es excepcionalmente bajo y hay que moverse en cuclillas. Entonces de repente el techo se abre a una altura misteriosa –probablemente el escenario de un viejo derrumbe de rocas– y por unos veinte metros es posible erguirse. El alivio es abrumador. Pero después de esto hay otro trecho bajo de unos cien metros y después una sucesión de tirantes debajo de los cuales hay que arrastrarse. Andar a gastas resulta incluso un alivio después de caminar en cuclillas. Pero cuando se llega al final de los tirantes y uno quiere volver a ponerse de pie se da cuenta de que sus rodillas se han declarado temporariamente en huelga y se rehúsan a levantarlo. Uno pide un alto, ignominiosamente, y dice que querría descansar uno o dos minutos. El guía, un minero, es contemplativo. Él sabe que nuestros músculos no son como los suyos. ‘Sólo otros cuatrocientos metros’, dice en tono alentador y uno siente que bien podría haber dicho otros quinientos kilómetros. Pero de alguna manera uno se arrastra hasta la cara de carbón. Recorrer un kilómetro y medio ha tomado casi toda una hora; un minero lo haría en no más de veinte minutos. Una vez allí es preciso tenderse en el polvo de carbón y recuperar las fuerzas por varios minutos antes de poder siquiera mirar el trabajo en marcha con un poco de inteligencia.

El regreso es peor que la ida, no sólo porque uno ya está cansado sino porque probablemente el viaje de regreso al pozo es ligeramente cuesta arriba. El cruce de los sitios bajos se hace a paso de tortuga y ya no da vergüenza pedir un respiro cuando las rodillas no dan más. Incluso la lámpara que uno lleva se vuelve un fastidio y seguro que con cada tropiezo va a parar al suelo; por consiguiente, si es una lámpara Davy, se apaga. Esquivar los tirantes se vuelve cada vez más trabajoso y a veces uno se olvida de agacharse. Se quiere hacer como los mineros que avanzan con la cabeza gacha y entonces uno se golpea la espalda. Incluso los mineros se golpean la columna bastante seguido. Esta es la razón por la cual en minas muy calurosas, donde es necesario andar poco menos que desnudo, los mineros tienen lo que se llama “botones en la espalda” –es decir una costra permanente en cada vértebra. Cuando el sendero es cuesta abajo los mineros a veces encajan sus zuecos que tienen la suela hueca, en los rieles de las vagonetas y bajan deslizándose. En las minas donde el ‘viaje’ es muy malo los mineros llevan palos de un metro de largo ahuecados por debajo del mango. En los lugares normales la mano se mantiene en el tope del palo y en los lugares bajos se desliza la mano dentro del hueco. Estos palos son una gran ayuda, y los cascos anti choque de madera –una invención relativamente reciente– son una bendición. Se ven como los cascos de acero de los franceses o de los italianos, pero están hechos con el núcleo de alguna clase de madera y son muy livianos y tan fuertes que uno puede darse un buen golpe en la cabeza sin sentirlo. Para cuando se llega por fin a la superficie uno ha pasado posiblemente tres horas bajo tierra y viajado unos tres kilómetros y está más cansado de lo que estaría si hubiera caminado cuarenta kilómetros en la superficie. Después de una semana todavía se sienten los muslos tan endurecidos que bajar las escaleras se vuelve una proeza dificultosa; hay que bajarlas medio de costado, sin flexionar las rodillas. Los amigos mineros lo ven a uno caminar rígido y se burlan. (‘¿Te gustaría trabajar en el pozo, no?’) sin embargo un minero que ha estado un tiempo sin trabajar –por enfermedad, por ejemplo– cuando vuelve al pozo, sufre mucho los primeros días.

Puede parecer que exagero, aunque nadie que haya estado en un pozo anticuado (la mayoría de los pozos en Inglaterra son anticuados) y que efectivamente haya llegado hasta la cara de carbón, posiblemente lo diga. Pero lo que quiero enfatizar es esto. Lo terrible de arrastrarse de un lado a otro, que para cualquier persona normal es en sí mismo un día de trabajo duro; y no es en absoluto parte del trabajo del minero, es simplemente una extra, como el hombre de la ciudad que se desplaza diariamente en el subterráneo. El minero hace ese viaje de un lado a otro y en el medio del sándwich hay siete horas y media de trabajo salvaje. Nunca he viajado más de una hora hasta la cara de carbón; pero a menudo son cinco kilómetros en cuyo caso ni yo ni la mayoría de las personas excepto los mineros del carbón ni siquiera llegarían. Esta es la clase de punto que uno siempre tiende a desconocer. Cuando se piensa en una mina de carbón se piensa en profundidad, calor, oscuridad, figuras ennegrecidas hachando paredes de carbón; no se piensa, necesariamente, en esos kilómetros de arrastrarse de aquí para allá. También está la cuestión del tiempo. El turno de siete horas y media de trabajo de un minero no parece muy largo pero hay que agregarle a esto por lo menos una hora por día de ‘viaje’, más seguido dos horas y a veces tres. Desde luego, el ‘viaje’ no es técnicamente trabajo y al minero no se le paga por esto; pero es tan trabajo que no hay ninguna diferencia. Es fácil decir que todo esto no les importa a los mineros. Por cierto, no es lo mismo para ellos que para usted o para mí. Lo han hecho desde la niñez, tienen los músculos adecuados bien endurecidos, y pueden moverse bajo tierra de aquí para allá con una sorprendente y casi horrible agilidad. Un minero baja la cabeza y corre, con una zancada larga y dispuesta, por lugares en los cuales yo sólo puedo tambalearme. En el trabajo se los ve gateando, rodeando los pilotes del pozo casi como perros. Pero es todo un error pensar que lo disfrutan. He hablado de esto con un montón de mineros y todos admiten que el ‘viaje’ es un trabajo duro; en todo caso cuando se los escucha discutir entre ellos sobre un pozo, el ‘viaje’ es una de las cosas que discuten. Se dice que un turno siempre vuelve más rápido de lo que va; sin embargo todos los mineros dicen que es la salida, después de una larga jornada de trabajo duro, lo que les resulta especialmente molesto. Es parte de su trabajo y lo hacen, pero ciertamente es un esfuerzo. Es comparable, quizás, a trepar una pequeña montaña antes y después de un día de trabajo.

Cuando uno ha bajado a dos o tres pozos comienza a tener alguna comprensión de los procesos que tienen lugar en el subsuelo. (Debo decir, casualmente, que no sé nada de nada sobre la parte técnica de la minería; estoy simplemente describiendo lo que he visto.) El carbón yace en delgadas vetas entre enormes capas de roca, de modo que el proceso de sacarlo es esencialmente como sacar una cucharada de helado. En los viejos tiempos los mineros solían cortar directamente el carbón con pico y barreta –un trabajo muy lento porque el carbón, en estado virgen, es casi tan duro como la roca. En nuestros días el trabajo preliminar se hace por medio de una cortadora  eléctrica, la que en principio es una sierra circular inmensamente fuerte y potente, que corre en sentido horizontal en vez de vertical, con unos dientes de cinco centímetros de largo y dos y medio o tres centímetros de espesor. Puede moverse hacia adelante y hacia atrás por sus propios medios y los operarios pueden rotarla para acá y para allá. Dicho sea de paso producen uno de los ruidos más horribles que haya escuchado jamás, y despiden unas nubes de polvillo de carbón que hacen imposible ver más allá de un metro y casi imposible respirar. La máquina se desplaza a lo largo de la cara de carbón cortando la base del carbón socavándola hasta una profundidad de un metro cincuenta o un metro sesenta; después de esto es relativamente fácil extraer el carbón hasta la profundidad que ha sido socavado. Donde es ‘difícil de llegar’, de todos modos, es preciso aflojarlo además con explosivos. Un hombre con un taladro eléctrico, como una versión menor de los martillos que se ven en la reparación de calles, agujerea a intervalos el carbón, inserta la pólvora explosiva, tapona con arcilla, va hasta una esquina si hay una a mano (se supone que debe retirarse veinticinco metros) y aplica una descarga de corriente eléctrica. Esto no pretende extraer el carbón sino aflojarlo. Ocasionalmente, por supuesto, la carga es demasiado poderosa, y entonces no sólo extrae el carbón sino que también produce el derrumbe del techo.

Después de producida la explosión, los ‘llenadores’ pueden desmoronar el carbón, quebrarlo y palearlo a la cinta transportadora. Al principio sale en unos bloques monstruosos que llegan a pesar hasta veinte toneladas. La cinta transportadora los vuelca en las bateas y las bateas son impulsadas a la galería principal enganchadas por un cable sinfín de acero que las arrastra hasta la jaula. Entonces se las sube y en la superficie el carbón es clasificado sobre unas pantallas y si es necesario se lo lava también. En la medida de lo posible la suciedad –es decir, el esquisto– se usa para construir los caminos subterráneos. Todo lo que no puede ser utilizado es enviado a la superficie y amontonado; de allí los monstruosos ‘montones de escoria’, como espantosas montañas grises, que son el escenario característico de las regiones carboníferas. Cuando se ha extraído el carbón hasta la profundidad que cortó la máquina, la cara de carbón ha avanzado un metro y medio. Se ponen pilares nuevos para sostener el techo recientemente expuesto, y durante el turno siguiente la cinta transportadora es desarmada en partes, movida un metro y medio hacia adelante y vuelta a ensamblar. En la medida de lo posible las tres operaciones, corte, explosión y extracción son hechas por tres turnos distintos, el corte a la tarde, la explosión a la noche (hay una ley que no siempre se cumple, que prohíbe hacerlo cuando hay otros hombres trabajando en las cercanías), y el ‘llenado’ en el turno mañana, que dura desde la seis hasta la una y media.

Incluso cuando uno mira el proceso de extracción del carbón probablemente lo mire por un corto tiempo y recién cuando empieza a hacer algunos cálculos se da cuenta de la estupenda tarea que realizan los ‘llenadores’. Normalmente cada hombre tiene que despejar un área de cuatro o cinco metros de ancho. La cortadora ha socavado el carbón hasta una profundidad de un metro y medio, así que si la veta de carbón es de un metro o un metro veinte de alto, cada hombre tiene que extraer, quebrar y cargar en la cinta transportadora entre siete y doce metros cúbicos de carbón. Esto quiere decir, tomando un peso de mil trescientos setenta kilos por metro cúbico, que cada hombre mueve carbón a una velocidad cercana a las dos toneladas por hora. Tengo apenas la suficiente experiencia con el pico y la pala para saber lo que esto significa. Cuando cavo zanjas en mi jardín, si muevo dos toneladas de tierra en una tarde creo que me he ganado la cena, pero la tierra es un elemento manejable comparado con el carbón, y no tengo que trabajar arrodillado, trescientos metros bajo tierra, con un calor sofocante y tragando polvillo de carbón cada vez que respiro; ni tengo que andar un kilómetro y medio agachado antes de empezar a trabajar. La tarea de un minero estaría tan por encima de mis fuerzas como lo estaría hacer acrobacias en el trapecio o ganar el Gran Premio Nacional[3]. No soy un trabajador manual y quiera Dios que nunca lo sea, pero hay ciertos tipos de trabajo manual que podría hacer si tuviera que hacerlo. En caso de apuro podría ser un aceptable barrendero o un jardinero ineficiente o incluso un peón rural de décima categoría. Pero ni por muchísimo esfuerzo o entrenamiento que ponga podría convertirme en un minero del carbón; el trabajo me mataría en unas pocas semanas.

Mirando trabajar a los mineros del carbón uno se da cuenta por un momento qué universos diferentes habita la gente. Allá abajo donde se excava el carbón es una suerte de mundo aparte que uno puede fácilmente vivir toda su vida sin oír hablar de él. Probablemente la mayor parte de las personas preferiría no oírlo. Sin embargo es la contraparte absolutamente necesaria de nuestra vida en la superficie. Prácticamente todo lo que hacemos, desde comer un helado hasta cruzar el Atlántico, y desde hornear el pan hasta escribir una novela, comprende el uso de carbón directa o indirectamente. Para todas las artes de la paz se necesita el carbón; si estalla la guerra, se necesita mucho más. En tiempos de revolución el minero debe seguir trabajando o la revolución tiene que detenerse, porque tanto la revolución como la reacción requieren carbón. Suceda lo que suceda en la superficie, el pico y la pala deben seguir en movimiento sin pausa, o en todo caso sin parar por más de unas pocas semanas como mucho. A los fines de que Hitler pueda marchar a paso de ganso, el Papa denunciar el bolcheviquismo, las multitudes del cricket juntarse en Lord’s[4] o los poetas de Nancy[5] rascarse las espaldas entre ellos, el carbón debe estar disponible. Pero en general no somos conscientes de ello; todos sabemos que ‘tenemos que tener carbón’, pero nunca o casi nunca recordamos lo que implica la extracción del carbón. Aquí estoy yo, sentado escribiendo frente a mi confortable fuego de carbón. Es abril, pero todavía necesito un fuego. Cada quincena el carro del carbón llega hasta la puerta y unos hombres en chalecos de cuero lo entran en rústicos sacos con olor a alquitrán y lo vierten ruidosamente en el hueco debajo de las escaleras. Es sólo muy raramente, cuando hago un claro esfuerzo mental, que conecto este carbón con el lejano trabajo en las minas. Es sólo ‘carbón’ –algo que tengo que tener; una sustancia negra que llega misteriosamente de ningún lugar en especial, como un maná salvo que hay que pagar por él. Uno podría muy fácilmente conducir un automóvil por el norte de Inglaterra y no recordar en ningún momento que cientos de metros debajo de los caminos que recorre están los mineros excavando el carbón. Incluso en algún sentido son los mineros los que impulsan el automóvil. Su mundo subterráneo iluminado con lámparas es tan necesario para el mundo luminoso de la superficie como la raíz es para la flor.

No hace mucho tiempo que las condiciones en las minas eran peores de lo que son hoy. Todavía viven algunas ancianas que en su juventud trabajaron bajo tierra, con un arnés en torno de sus cinturas y una cadena que les pasaba entre las piernas, arrastrándose a gatas y remolcando bateas de carbón. Solían seguir haciendo esto sin importar que estuviesen encintas. E incluso ahora, si no se pudiese producir carbón sin recurrir a mujeres encintas que lo remolquen de aquí para allá, me imagino que dejaríamos que lo hagan en lugar de privarnos de carbón. Pero la mayor parte del tiempo, por supuesto, preferiríamos olvidar que lo hacían. Es así con cualquier tipo de trabajo manual; nos mantiene vivos, y nos desentendemos de su existencia. Más que cualquier otro, quizás, el minero puede erguirse como el tipo del trabajador manual, no sólo porque su trabajo es tan exageradamente horrible, sino también porque es tan vitalmente necesario y aun así tan alejado de nuestra experiencia, tan invisible, por así decirlo, que somos capaces de olvidarlo como nos olvidamos de la sangre en nuestras venas. De alguna manera es incluso humillante ver trabajar a los mineros del carbón. Genera en uno una momentánea duda sobre el propio estatus de ‘intelectual’ y de persona superior en general. Porque como se lo traen a casa es gracias al sudor de los mineros que las personas superiores, al menos mientras los miran, pueden seguir siendo superiores. Usted y yo y el editor del Times Lit. Supp., y los poetas de Nancy y el Arzobispo de Canterbury y el Camarada X, autor de Marxismo para niños –todos nosotros realmente les debemos la relativa decencia de nuestras vidas a los pobres esclavos subterráneos, ennegrecidos hasta la coronilla, con las gargantas llenas de polvillo de carbón, paleando con brazos y abdominales de acero.

 

 

 

[1] Lámpara de gas inventada por un ingeniero de apellido Davy para trabajar en las minas de carbón.

[2] NdT: Unos 4,6 kilómetros a pie.

[3] NdT: carrera de caballos en Inglaterra.

[4] NdT: Lord’s Cricket Ground es un estadio de críquet en la Ciudad de Westminster en Londres, Inglaterra.

[5] NdT: los poetas Spender, Auden, Day Lewis y otros,  un insulto favorito de Orwell]

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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