El fantasma verde

Un flaco fumeta, vecino de Villa Urquiza cultiva unas plantitas en la terraza del PH (al fondo, claro). Tiene una vecina con vocación de madraza que cada tanto sube a charlar y tomar unos mates. Un buen día se mezclan unas flores del flaco con la manteca de Doña Lola y de pronto, el barrio entero enloquece y quiere probar los bizcochos que empiezan a vender con la marca «Todo Hecho Casero». Y… un fantasma se larga a recorrer el barrio: El fantasma verde, un policial negro y divertido. Colofón entrega los primeros dos capítulos para que le des una calada (a la novela, claro). Ilustración de José Bejarano.

Advertencia al lector

El Fantasma verde es una novela de ficción en la que algunos personajes consumen marihuana en sus distintas formas y otros son traficantes.

Hechos, personajes y entidades son producto de la imaginación del autor. Si hubiera alguna correspondencia con la realidad es por mera casualidad y nadie debe sentirse afectado por ello.

El autor no recomienda el consumo de ninguna de las drogas que se mencionan a lo largo de la obra. Ni el alcohol en sus variantes de cerveza, vino o cualquiera otra,  ni el tabaco, que contiene más de 5.000 sustancias nocivas para la salud y es altamente adictivo, ni la marihuana u otras formas de presentación del ingrediente activo (tetrahidrocannabinol, THC), aunque esta última sea utilizada por la medicina moderna para el tratamiento o alivio de síntomas para varias enfermedades.

La razones  por las que el alcohol y el tabaco, principales causas de muerte y enfermedad en el planeta, son legales y su consumo es publicitado amplia y engañosamente, escapan al entendimiento del escriba. Las razones por las que está prohibido el cultivo, procesado y consumo de la Cannabis Sativa –manifiestamente menos nociva que los dos anteriores-  resultan incomprensibles.

Los nombres de las calles y algunos sitios de Villa Urquiza son reales

Resta aclarar que el autor no pone en duda la honestidad y probidad de nuestras fuerzas policiales, de nuestros políticos y funcionarios incluyendo a jueces y fiscales, clérigos y empleados.  Además, está convencido de que todo ciudadano que se enfrente ante un hecho delictivo de cualquier naturaleza, puede recurrir a las reparticiones policiales y judiciales donde será atendido rápida y eficientemente.

Una especial disculpa va dirigida a los ministros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días ubicada en la calle Tomás A. Le Bretón, entroncada en el barrio de Villa Urquiza, en donde la fantasía instaló a uno de los personajes.

El autor.

Capítulo 1

Nos agarró la paranoia cuando brotó la segunda serie de hojas. La paranoia es así, te agarra de una. Viene un chabón y dice: Che, guarda con tal cosa o ¿Viste lo que le pasó a fulano? Empezás a volverte loco y a desconfiar del mundo entero.

Al principio era nuestro secreto pero pasó como pasa siempre con los secretos. Vino Pedro y subió, y otro día vino  Fer, después hicimos el asado y ya éramos como diez comentando, preguntando y dando consejos sobre la mejor forma de cultivarlas.

Así es como te va ganando la persecuta. El arranque, cuando metimos las semillas en la latita con algodón mojado, fue una ceremonia rodeada de misterio y sigilo. Nadie iba a enterarse. Los dos juramos no comentar el proyecto. No es nada bueno jurar en vano. En pocas semanas no quedaba un conocido que no supiera en qué andábamos.

También pasa que te ponés obsesivo con el tema. Vas todos los días a ver cómo progresan. Contás las hojas, tocás la tierra de la maceta para ver si se mantiene húmeda, que si le da mucho sol o mucha sombra, esto y aquello. Lena sube con la radio y les pone música, les habla en un tono que le haría parar la pija a un muerto.

Las guachas crecen que da gusto con tanta atención. Doña Tota, la vecina, dice que son hermosas. ¡Nunca vi una planta tan linda! Las riega todos los días cuando sube a colgar la ropa. También las saluda y les habla. Ya me encargó unas semillas porque las quiere poner en su patio. 

Tuvimos que armar una cortina de juncos para que no se vieran desde la calle. Ves a un vecino asomado a un balcón y ya pensás que es un cobani que te está marcando. Hasta en el laburo saben y preguntan cómo marcha.

Se corre la voz y nosotros estamos cada vez más ansiosos. La verdad, son una joya. Ni una manchita, nada. Sólo agua y luz. Tuve que frenar a Lena con el fertilizante, menos mal que me di cuenta de que había puesto dos tapitas en el balde. Dosis doble. Le dije: Pará, chapita, que las vas a requemar. Y ella: No, que así van a venir más rápido. Menos mal que justo subió Doña Tota, como todos los días, y me ayudó a convencerla de traer otro balde y agregar agua hasta respetar la dilución que indicaba la etiqueta. Lo que sobró fue a parar a los malvones.

Nos pasábamos las tardes en la terraza. Apenas llegaba del laburo ponía el agua en el termo, subíamos a tomar mate y a ponerles música. Meta Bob Marley, Amy Winehouse y baños de reggaetón, a lo sumo, un toque de Red Hot Chili Peppers. Se van a morir del embole  –decía yo- poné un poco a Nick Cave o a la Kylie Minogue; aunque sea los Redonditos. Pero nada, ni un Santana, ni un ratito de de jazz de la FM Urquiza siquiera. Ella seguía con lo suyo: Hay que darles amor, decía.

Prendíamos unos carbones en la parrilla y cocinábamos ahí. Hasta la pizza hacíamos a las brasas con tal de tenerlas cerca. Pasamos meses en lo alto. Mesita, sombrilla, la manguera para refrescarnos, birra, gaseosas, sánguches. En una de esas llegaba Doña Tota con berenjenas en escabeche o media tarta de acelga. Sol, humo, hambre y sed.

La cuestión era que crecían que daba gusto. Tanto crecían que me dio miedo de que las vieran los vecinos. Tiramos unos alambres entre las medianeras y colgamos unas cortinas para tapar la vista del edificio de enfrente.

Te vas poniendo obse. Querés que crezcan bien y no pensás en otra cosa. Una nochecita vino Pedro y dijo que teníamos que tener cuidado con el granizo. Ahí tuvimos que encarar una obra de ingeniería hasta hacerles un emparrado de protección.

Y siguieron para arriba. Eran un primor. Perfumaban la terraza. Lena les hablaba con esa voz ronca que sabe hacer y limpiaba con un algodón húmedo cada hoja. Aquello era una selva. Nuestro Mato Grosso. ¡Re Grosso! ¡Ja, ja!

Pero los secretos nacen condenados. Un día me llamó el Capo a su oficina y me preguntó cómo iba mi jardín botánico. Tragué saliva. Pensé que tenía intenciones de rajarme. Nada. Dio algunas vueltas y terminó pidiendo que le reservara un poco para él, que estaba cansado de fumar basura.

También les tengo que agradecer eso. El Capo me empezó a tratar bien y dejó de joder con los partes de visita, la cuota y las llegadas tarde. Claro que la sonrisa más que darme tranquilidad era una fuente de preocupación a futuro. ¿Cuánto le tendría que dar?

Llegó el momento de cortar y secar. Reservar las semillas. Cada paso que dábamos aumentaba la ansiedad. La Tota, más entusiasmada que nosotros, decía que quería probar, que su vida había sido mucho laburo y poca joda, que nosotros éramos como sus hijos y que adoraba a las plantitas.

Una tarde iba en el bondi para casa cuando recibí un mensaje de Lena diciéndome que me esperaba en lo de Doña Tota, que fuera directo para allá. El PH nuestro era el último del pasillo y el de ella el anterior.

Las encontré cagándose de risa en la cocina. Apenas me senté se largaron a contar que habían derretido un pan de manteca junto con unas flores para luego mantenerlo a baño maría durante unos cuarenta minutos. La Tota reía: ¡Quedó verde! En mi vida había oído hablar de manteca verde. Chicos, ustedes son unos diablos.

   Sacaron de la heladera la pasta bien cargadita de THC y prepararon una masa que trabajaron con tenedores y volvieron a poner la mezcla en la heladera. Doña Tota, toda una Petrona, daba las instrucciones: Ahora la dejamos descansar una media horita. Lena hacía de ayudante.

Preparé el mate y fui cebando mientras esperábamos. Después le dieron una sobada, la alisaron y cortaron. Doña Tota seguía con el curso de cocina: que era una masa liviana, que no la tocara mucho con las manos, que el horno iba bien caliente, que la asadera esto y el azúcar aquí y un poco de sal también, qué sé yo, parla de mujeres…

Finalmente, apareció la fuente de bizcochos brillantes de almíbar. Crocantes, perfumados, deliciosos. Cambié la yerba y volví a calentar el agua. De remate, se largó un chaparrón que repiqueteaba sobre el techo de chapa aumentando la sensación de bienestar. Eso de estar en la cueva, la querida vieja que era como una madre, Lena que me miraba con ojos de promesa de más risas.

En ese momento pensé que era lindo trabajar la tierra, el contacto con la naturaleza y disfrutar de las cosas simples. El techo se hizo transparente y, en la cocina entibiada por el horno que había quedado abierto, vimos caer la lluvia sin mojarnos.

Capítulo 2

El Capo puso el paquetito sobre la palma abierta y subió y bajó la mano varias veces como si estuviera calculando el peso. Aproveché para decirle que estaba en la lona, si podía hablar con personal para que me dieran un adelanto. Sonrió y dijo: No hay problema, andá nomás. Ya me escurría para afuera cuando agregó: Che, esto no tiene nada que ver con el laburo ¿eh? No empecés a hacer boludeces ¿estamos? ¡No! Para nada, quedate tranquilo, contesté. Mientras cerraba la puerta me di cuenta de que se me había escapado el tuteo.

Firmé un vale por una semana de anticipo a descontar en dos meses. Llevé de todo a casa. Queso, salamín, aceitunas, verdura, carne y pollo. Doña Tota había horneado unos pancitos salados que eran de locura y fuimos a preparar la picada a su cocina.

Después de comer Lena insistió hasta que le hizo dar a la Tota un par de caladas. Habíamos comido unos cuantos panes así que estábamos muertos de la risa y la vieja reía y tosía y se persignaba y decía que la llevábamos por mal camino y se preguntaba si Ernesto la estaría viendo. Yo dije que no creía que le pareciera malo, que le iba a hacer bien para las migrañas, pero callé y no dije que Ernesto hacía años que ya no veía más nada.

Y la vida se hizo fácil. Como cuando estás en un embotellamiento y de golpe todos empiezan a avanzar a buen ritmo. Íbamos en coche. Teníamos flor para un año y la Tota no paraba con la repostería. Venían los chicos y charlábamos durante horas. Humo y bizcochos almibarados, música y milhojas con dulce de leche.

   Cuando las cosas van sobre ruedas uno se afloja. “El hombre, como el caballo, cuando ha llegao a la meta…” cantaba Sosa, nuestro ídolo. Me hice manso y sobón y el Capo me llamó para darme un apretón de huevos. Te estás pasando de la raya, dijo. Llegás tarde todos los días, andás volado, no vendés un carajo.

   Pero yo no volaba, planeaba.  Me deslizaba por las calles con el portafolios y me la pasaba en los bares tomando gaseosa, esperando que se hiciera la hora de volver a casa y cruzando mensajes con Lena, con Fer y con Pedro.

Empecé a llenar los partes de visita con cualquier verdura. Metía quince, veinte renglones prolijitos, con los datos bien completos y en la columna “Observaciones y Comentarios” ponía: Muy interesado o preparar propuesta o compra en los próximos días y así. Las pelotudas frases que le gustan a los pelotudos jefes de venta.

Cada día llegaba con más retraso a la oficina y volvía antes a casa. A media tarde me ponía melanco, maldecía el laburo, me sentía un estúpido por haber gastado un montón de guita en los bares y pensaba que si seguía en la misma nunca tendría tiempo para escribir. Un trabajo es una picadora de carne, la tuya, quieren que sueñes y vivas para ellos a cambio del mendrugo.

Sí, la pera fue madurando hasta que cortó el cabito y cayó. El Capo me miraba sin disimular su desprecio. No era más de la partida. Dijo: Te doy hasta fin de mes para que lo pienses y cambies la actitud. No puedo permitir que sigas así. No es bueno para el equipo. Es la última vez que te hablo; la próxima va el telegrama.

Avisé que tenía gripe. Llegó el cartero. Llamó una vez: fue suficiente. Para festejar esperé a Lena con un asadito y le di la buena nueva. Pero no le pareció tan buena. Pensó durante medio cigarrillo y preguntó: ¿Qué pensás hacer? Ya veré, algo voy a encontrar, contesté. ¿Algo? ¿Qué quiere decir algo? No sé, tengo que encontrar un laburo que no me lleve todo el día. Quiero escribir.

Terminamos de comer la entraña en silencio. Después preparé un churro de aquellos y me senté a mirar las estrellas.

¿Qué pensás hacer? preguntó Doña Tota. Pero no me preguntaba en el mismo tono que había usado Lena.  Era un “qué pensás hacer” compartido, sin una gota de recriminación, algo entre los dos. Sentí que la vieja me envolvía con su ternura.

Estaba por decir que no tenía la más puta idea de lo que quería hacer de mi vida cuando dieron un par de golpes en la puerta. Era Pirucha, otra vecina que vivía en la misma cuadra. Entró. Nos saludamos. Vengo a tomar unos mates, dijo. Me quedé parado como para irme y dejarlas conversar. ¿Qué, te vas? preguntó Doña Tota, ¿estás apurado?

Volví a tomar asiento. La dueña de casa desplegó un mantelito de tela floreada, puso la pava al fuego, cambió la yerba, agregó unas cascaritas de naranja y sacó del aparador una bandeja con bizcochos. La miré fijo levantando las cejas, tratando de hacer alguna seña. Pero ella, concentrada en lo suyo, escuchaba a Pirucha, que ya había dado el primer mordisco.

Me eché para atrás en la silla y moví disimuladamente el índice señalando la mesa al tiempo que decía que no con la cabeza. Pero ella sonrió y se encogió de hombros. ¡Qué ricos te salieron estos bizcochitos!, dijo Pirucha y le dio a otro mientras alcanzaba de vuelta el mate.

¿Vos no comés? No soy de hacerme rogar y menos en estos casos. Así que le entré a uno. Me dije que, después de todo, a la Piru no le iba a hacer nada mal un poco de ilusión. Las viejas hablaban de las cosas del barrio, que había muerto fulana y menos mal porque sufría mucho la pobre y que los chinos estaban poniendo otro súper y dale con la lengua a esto y aquello.

Comer algo hecho con manteca verde no es igual que fumar un porro. Funciona de otra forma… no sé. Cuando fumás ya sabés que te va a pegar, conocés hasta donde podés darle. Pero así, con esas tortitas inocentes, charlando y mateando perdés el control. Cuando andábamos por la segunda pava Doña Tota me guiñó un ojo señalando a la Piru y se largó a reír.  

La Piru volaba, se deslizaba. Decía que se sentía mejor que nunca, que todo le daba risa, que menos mal que había venido de visita y hablaba y hablaba enganchando las palabras como podía, a carcajada limpia y: Che, tendrías que poner una panadería, ¡hacés unas cosas tan ricas!

No estoy para eso, respondió Doña Tota, el que va a poner una es él. ¡Qué buena idea!, dijo la Piru. Pero nadie estaba para nada en ese momento. Golpearon la puerta. Era Lena, que traía una cara de orto que le doblaba la espalda.

¡Nena! ¿Qué te pasó?, preguntó Doña Tota que tropezó con una silla mientras corría a abrazarla. Detrás de Lena se filtró Colita, el perro del “A”, que tenía la costumbre de andar de casa en casa. La Piru también se levantó y abrazó a Lena, que no pudo con tanto cariño y se quebró rompiendo a llorar con tal angustia, que temí que hubiera muerto algún amigo.

Las dos madrazas la flanqueaban, ella meta darle a las lágrimas, Colita ladraba y movía la cola y daba vueltas y se sentaba como pidiendo y yo, a medio camino de la luna y acelerando.

Se armó otra rueda. Lena tomó asiento y apareció una segunda fuente con bizcochos. Esta vez, la cubierta de caramelo tenía unos granitos de anís o de hinojo. La masa era fina y crocante. ¡Pero che!, no seas bruto, vení a consolar a tu señora, dijo la Piru.  Me levanté como pude, la tomé desde atrás y la besé en la frente y en las sienes.

¿Qué pasó, mi amor? Contanos. Colita seguía ladrando. La Piru dijo: Dale una galleta al perrito así se deja de joder. Doña Tota tomó una, la partió al medio y se la dio. Perro drogón, pensé, y me dominó un ataque de risa.

¿De qué te reís, boludo?, gritó Lena. Colita volvió a ladrar y a dar vueltas moviendo la cola. La Piru: ¡Qué bruto, pobre chica! Doña Tota le dio la otra mitad al perro y me miró tratando de hacerse la seria.

¡Lena, no te enojes!, alcancé a decir sin poder contener la carcajada. Mirá al Colita, se morfa los bizcochos de THC! ¿THC? ¿Qué es eso?, preguntó la Piru. Todo hecho casero, respondió Doña Tota hecha una luz, el nombre de la panadería que van a poner los chicos. ¡¿Qué chicos?! inquirió Lena. 

Doña Tota la miró y dijo: Dejemos eso para después. Ahora contá vos qué te pasó. Pasó que me echaron del trabajo. ¡Estamos los dos sin trabajo! Bueno, nena, dijo la Piru, no hay mal que por bien no venga; con estas galletitas se van a hacer famosos.

Todos sonreímos. Colita se echó panza arriba y comenzó a hamacarse. Lena ya estaba más tranquila.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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