Una poética sobre el tiempo que hace

La charla sobre el clima: es probable que ningún otro sintagma ilustre con mayor eficacia el carácter banal que adquiere la conversación, vale decir, la palabra al uso, cuando queda subordinada al hábito aplanante del mero intercambio verbal. Marcelo Cohen no lo ignora; los apuntes y anotaciones que conforman Un año sin primavera (2017), tomados entre Nueva York y Buenos Aires, conjugan en una misma reflexión la disquisición léxica y el tiempo que hace, la poesía y la meteorología, la política de la lengua y las políticas sobre el cambio climático. O mejor aún: Un año sin primavera comete el acierto de tachar la conjunción “y”, lo cual equivale a desbaratar, por un lado, la oposición esencializante entre poema y mundo exterior y, por el otro, a señalar el hecho de que no podría haber allí sino intimidad: que no hay forma de vida sin forma de lenguaje. El nombre nos dirige. Sea. Alguien podría, aquí, escuchar Meschonnic. No estaría sordo: Cohen lo convoca, Meschonnic acecha. Sin embargo, en ese gesto no hay sublimación, tampoco alabanza, y el del francés es tan solo un nombre entre la multitud de los que frecuentan el libro. Pero, si se trata de frecuencia, son los poemas (en su mayoría traducidos por el propio Cohen) quienes tienen cita con mayor regularidad en el libro: parpadeos inesperados de aquello que escapa a toda categorización.

Geopolítica y geopoética. La conjugación entre el tiempo que hace y el estado de la lengua, tal como se vislumbra en Un año sin primavera, tiende a resultar un agravante en cuanto se comprueba  que el descalabro climático que padece el planeta, consecuencia de los gases de efecto invernadero, en su mayoría producidos por los grandes consorcios económicos, se encuentra acompañado, en el plano lingüístico, por una masiva desaparición de los matices y gradaciones semánticas. No resulta extraño. Hay un poder real que, así como brega por tergiversar la información del debate público y niega que pueda existir tal cosa como un “cambio climático”, mientras goza de los resultados efectivos que disparan sus dividendos, sustenta estoico su dominio mediante el monopolio de una palabra soporífera. Impedir la decadencia progresiva de la hospitalidad geológica del mundo y formular una denuncia política con respecto a la crisis que escape a los binarismos conceptuales y logre ser, en efecto, escuchada (y no tan solo oída), entre el murmullo atronador de los medios informativos, se anotan en una misma lista. Por supuesto, Un año sin primavera no propone una solución o programa al respecto, y sería ingenuo por parte del lector esperarlo. Lo que hay, en cambio, son impresiones, inquietudes y reflexiones varias hiladas en una escritura que revela, no obstante, una concepción política de la lengua. Su sintaxis dilatada y por momentos escabrosa, sumada a una adjetivación inopinada, que tiende a romper la alienación asociativa del lector, constituyen un frente explícito en la pugna contra la hegemonía de la frase hecha, la transparencia del slogan publicitario y del flash informativo, así como también frente a las consignas más bien pobretonas y desabridas que suelen articularse desde los partidos de izquierda (consignas que, digámoslo, solo pueden convencer a los ya convencidos). Se trata de un intento por agrietar “la membrana asfáltica de utilidad (que) impermeabiliza el lenguaje”. Ni lagaña de mico, ni moco de pavo. La escritura de Un año sin primavera se encuentra alentada por la misma preocupación que, según interpreta Cohen, ha animado el grueso de la poesía moderna. Léase: “volver el lenguaje contra su propia inercia de división conceptual”.

En este punto, el lector de esta reseña podría sospechar, en un goteo de escepticismo, que lo dicho hasta entonces no es más que una regurgitación de la conocida antigualla de la salvación por la poesía. No estaría mal. Pero no resulta una inquietud ajena a las páginas de Un año sin primavera. En efecto, Cohen llega a considerarla. El movimiento de su pensamiento parece estar regido por los vaivenes propios del tiempo atmosférico: primero afirma y luego se desdice, vuelve a interrogar, intenta una respuesta y sospecha de sus conclusiones. Va un ejemplo: “me pregunto si creo en todo esto o lo escribo como una maniobra falaz de consolación por la filosofía”. La suya no resulta una inquietud desdeñable, y no abundan quienes puedan revisar, con semejante sinceridad, sus propios fundamentos teóricos o vitales. En cualquier caso, y como sucede siempre, la tarea de sacar conclusiones corre por parte del lector. Lo que parece seguro es que, luego de leer Un año sin primavera, difícilmente se pueda seguir considerando el tiempo que hace como una banalidad.

Escribe Emanuel Acevedo

Emanuel Acevedo. Nació en 1991. Estudia Letras en la UBA. Ha sido antologado en Rizoma. Poesía reunida. (2016).

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