Fito siempre fue Fito, en el Konex, en el Auditorio Belgrano o allá, en la cercana Rosario de los ´90. Fito Paéz a través del tiempo en esta nota que recorre Fitos vistos y omitidos también.
Una se da cuenta de que se está poniendo mayor cuando hace cuentas. Y le dan que hace 24 años que una no veía a Fito. Que aquella vez fue en el estadio de Rosario Central, cuando una tenía 20, 21 años y hoy, en un auditorio en Belgrano, con 45 y medio, bien llevados.
Una se da cuenta de que la pasión se resignifica pero no se agota.
El flashback me deja en el año 1993. Estoy con amigas en la platea del Gigante de Arroyito. Venimos al recital de El amor después del amor. Me sé todas las canciones, el álbum completo de adelante para atrás y viceversa.
Fito ya fue ese muchacho que mi hermana mayor conoció en el 82, cuando, durante la guerra de Malvinas se restringió en las radios la música en inglés: uno de los altos precios para la difusión de artistas locales. Fito empezó a sonar así, entre las paredes del departamento de la calle Pellegrini. Uno más de la trova rosarina, la música que escuchaban mis hermanos. Después, yo también me apropiaría de ella.
Pasarían Del 63 , Giros , Ciudad de pobres corazones , Ey! , Tercer mundo. Diez años después de la guerra, con la democracia como marco, estalló Fito con El amor después del amor. Al año siguiente, estábamos mis amigas y yo, ante la explosión de luces, saltando y gritando nuestra juventud como si no existiera otra cosa más que la inmediatez.
Pasaron 24 años como pasan en las películas: un fundido a negro, un barrido, un cambio de escena. Terminé la facultad, tuve un par de amores, me junté, tuve hijos, me fui de Rosario a Capital, a Haedo, me divorcié, me emparejé otra vez. Una historia como la de cualquiera. La vida se encargó de corroborar a Fito: son amores también esos que vienen después de los amores anteriores. Pueden serlo. La unicidad del amor es instantánea y, por fortuna, repetible.
Es abril del 2017, es principio de semana y surge el plan imprevisto y no por eso menos perfecto.
-Fito está en un auditorio en Belgrano. ¿Vamos?
-Vamos
Porque no habíamos podido ir al Konex así que no deberíamos perder la oportunidad. El domingo 16 dispusimos todo y cruzamos zona oeste hacia la capital, hasta Belgrano. Más lejos, sin duda, de lo que quedaba en Rosario mi casa del estadio de Central, 24 años atrás.
El concierto, -ya no sé si es lo mismo designarlo recital, ¿importará?- comenzó con la demora exacta para no parecer poco tolerante ni extenderse demasiado en un tiempo que pasaría factura el lunes. Excepto una bellísima participación de Ariel Roth en tres canciones, fueron sólo luces tenues, pocos colores, Fito y su piano.
Decir “íntimo” sería un lugar común pero vale. Así como también decir cercano, familiar, confianzudo, relajado, auténtico. Así fue el show y el mismo artista.
Repasó canciones de varias épocas, intentó respetar su lista programada pero terminó confesando, -confesándonos-, que una amiga caprichosa (así la llamó) le había pedido algunos temas y él no supo o no quiso resistirse.
Nos dio la posibilidad al público de elegir: una voz lanzó “Al costado del camino”. Fito se detuvo y contó que siempre alguien, en algún lugar, le pide eso, “al costado del camino”. “Es ‘Al lado del camino’, chicos, no al costado. Imaginen esto”, dijo y se puso a cantar la estrofa “me gusta estar al cosssstado del camino”, así, remarcando la ese, rompiendo la cadencia, la melodía y el fluir de las palabras. Así, sin espíritu didáctico deliberado, nos enseñó un poco de poesía y música en pocos segundos. Y nos hizo reir.
Reir y cantar porque nos cantamos todo. “Ámbar violeta”, “Un vestido y un amor”, “Tumbas de la gloria”, “Giros”, un correcto “Al lado del camino”, “Cable a tierra”, “Si es amor”, “Mariposa Technicolor” y muchas más que no tiene sentido acumular en una enumeración caótica. Todos conocemos las canciones de Fito, todos alguna vez las escuchamos, a todos nos gusta más o menos. Fito es cultura popular, “y que los eunucos bufen”, le diría Roberto a Rodolfo.
Bastó un hombre y su piano. No sobraron versiones diferentes de las mismas canciones que venimos cantando desde siempre que Fito fue Fito y nosotros adolescentes, jóvenes y ya maduros. Él también lo dejó claro. Contó que el otro día alguien le cuestionó que sólo había tocado una hora y media. “¿Sabés lo que es estar acá tocando y cantando una hora y media, yo solo? Tengo 54 años, loco.” Y en ese enunciado y en su actitud, ese decir, ese aspecto, su subjetividad, nos identificamos todos los que tenemos un montón de años pero no nos rendimos a la evidencia ni al aplastamiento.
No cantó “Pétalo de sal” ni “Cadáver exquisito”, las que me venían rondando desde hacía meses. Bueno, no cantó muchas, es comprensible. Pero estuvo el Fito afinado, el excelente pianista, el músico enorme, el de las canciones que perduran, se actualizan, no pierden vigencia. No estuvo el Fito con canciones demás o de relleno. Cantó y tocó las justas, aunque para justas tendría que hacer varios shows al año porque son muchas.
Habíamos llevado también un prejuicio de viejos chotos: pensamos que la sala estaría llena de cuaren y cincuentones. Error. La mayoría de los asistentes contaban con una espléndida juventud: había veinteañeros incipientes, hombres y mujeres promediando la treintena y nosotros, los que parecemos menos pero que los tenemos, los tenemos; los resistentes, los de la otra juventud, la del espíritu. “Algo tienen estos años que me hacen poner así”
Fito supo lograr intimidad y cercanía. En un momento, pidió al iluminador que apagara las luces y nos hizo alumbrar la sala con nuestros celulares, solamente, para cantar Brillante sobre el mic. “Que sirvan para algo”, deslizó.
Varias veces él nos cedió la voz para que nosotros, el público, cantáramos los estribillos que sabemos todos. Y todos los sabíamos. Fito supo cuándo hacer silencio y dejarnos cantar.
Hacia el final, cuando ya se había retirado de escena y volvimos a convocarlo para el bis, regresó sin micrófono. Se paró al borde del escenario y cantó a capella “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, su voz limpia, luminosa, llegando a cada butaca del auditorio, a cada fibra íntima, a cada recuerdo, a cada momento evocado, repetido, invitado a nuestra memoria, recreado allí, para el uso de cada alma.
Luego, la despedida fue con un “Dale alegría a mi corazón”, repetidas las estrofas varias veces. Cantábamos nosotros porque él ya no tenía micrófono y nos dirigía. Sin grandilocuencia, sin demagogia, sin egolatría ni soberbia. Fito era uno más cantando, aunque todos supiéramos que no lo era, realmente, que todos estábamos allí para escucharlo a él. Sin embargo, ahí estaba él escuchándose a sí mismo en la voz de cada uno de nosotros, sus seguidores, su público. Nosotros, reconociéndonos en su música.
Fito puso las canciones en nuestros walkmans, dice la letra, y el tiempo a él lo puso en otro lado. El domingo a la noche, en el auditorio de Belgrano, Fito y nosotros estábamos en el mismo lugar, presente y pasado confluyendo en cada nota; Rosario y Buenos Aires condensadas en el espacio que ocupaba mi cuerpo.
Todos cantando la misma canción, como si fuéramos uno, como si cada uno fuera otro. No creo que pasen otros 24 años para que vuelva a verlo. Sería demasiado y ya no sé si es justo dejar pasar así el tiempo, con esa impunidad juvenil que ya no tengo, a la que ya no se accede después de los cuarenta. Hay que justificar cada minuto. Cada uno de los minutos de los noventa que Páez, a los cincuenta y todos, pueda y quiera cantar. Con banda, con piano, a capella. Vale el tiempo, a determinado tiempo.
“Allá, el tiempo que me lleva hacia allá.
El tiempo es un efecto fugaz”
Fito lo sabe, nosotros también.