Roger Chartier: Las Revoluciones de la lectura: siglos XV-XX – Conferencia completa

Esta Conferencia Magistral se llevó a cabo el día 7 de mayo de 1999 en la Universidad Virtual del Tecnológico de Monterrey. Participaron el Dr. Luis Felipe Alvarado, la Mtra. Melba Julia Rivera y la Dra. Inés Sáenz.

Roger Chartier nació el 9 de diciembre de 1945 en Lyon, Francia. Se destaca como un historiador interesado en investigar a fondo fundamentalmente tres ámbitos: el análisis de textos, el estudio de los objetos impresos, su fabricación, su distribución, y sus formas, y la historia de las prácticas culturales, especialmente el de la lectura. Es experto en investigaciones sobre historia de libro, los medios y los mensajes, así como sobre historia y dinámica de la cultura popular. Ha impartido seminarios para instituciones de gran prestigio en diversas partes del mundo. Bajo su creación se encuentran más de 29 libros, entre los que destacan: El mundo como representación; Libros, lectura y lectores; Sociedad y escritura en la Edad Moderna; Historia de la vida privada; Espacio Público; Crítica y decristianización en el Siglo XVIII; Pluma de ganso; libro de letras, ojo viajero.

Roger Chartier (en adelante, RC): Les agradezco a todos su bienvenida, su invitación y su presentación. En primer lugar les ruego a ustedes que me perdonen mi español caótico y muy afrancesado. Empezaré esta conferencia dedicada a plantear el problema de las relaciones entre libros y lectores, con una maravillosa cita de Michael de Certeau, que en su libro La invención de lo cotidiano, publicado en español por nuestros amigos de la Iberoamericana, decía:

Muy lejos de ser escritores, fundadores de un lugar propio, herederos de labriegos de antaño pero sobre el suelo del lenguaje, cavadores de pozos y constructores de casas, los lectores son viajeros: circulan sobre las tierras del prójimo, nómadas que cazan furtivamente a través de los campos que no han escrito, que roban los bienes de Egipto para disfrutarlos. La escritura acumula, conserva, resiste el tiempo con el establecimiento de un lugar y multiplica su producción con el expansionismo de la reproducción. La lectura no está garantizada contra el deterioro del tiempo (se olvida de sí misma, y se le olvida); no conserva, o conserva mal, su experiencia, y cada uno de los lugares donde pasa es repetición del paraíso perdido1.

Este texto de Michael de Certeau establece una distinción fundamental entre la huella escrita, la escritura, sea cual fuere, fijada, duradera, conservadora, y sus lecturas siempre en el orden de lo efímero, de lo plural de la invención. De este modo, De Certeau nos ayuda a formular dos ideas esenciales. La primera es que la lectura no está previamente inscrita en el texto, pensado sin distancia entre el sentido asignado a este texto por su autor, por su editor, por la crítica, por la tradición, por la escuela, etcétera, y por otra parte, el uso, la interpretación, la apropiación que cabe hacer por parte de sus lectores. La segunda idea es que el texto no existe más que porque existe un lector o una lectora para conferirle significado. Quisiera, también citar un texto de Borges publicado en sus Otras inquisiciones con el titulo “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”:

. . .un libro es más que una estructura verbal, o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria. Ese diálogo es infinito (. . .) La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual -ésta, por ejemplo- como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura el año dos mil2.

La tarea de los historiadores, entonces, reside en reconstruir en sus diferencias y singularidades, las maneras diferentes de leer que han caracterizado a los lectores de las sociedades occidentales. Implica una indagación, que presta una minuciosa atención a la manera en la que se lleva a cabo el encuentro entre el mundo del texto, el mundo del libro, y el mundo del lector. Reconstruir en sus dimensiones históricas este proceso exige ante todo tener en cuenta los respectivos significa- dos de los textos, entender las formas de las circunstancias a través de las cuales sus lectores, o sus oyentes los reciben, se los apropian. Los lectores no se enfrentan nunca a textos abstractos, ideales, desprovistos de toda materialidad. Los lectores manejan objetos, escuchan palabras y estas palabras, estos objetos, tienen formas que gobiernan la lectura o la escucha y que hacen posible la comprensión del texto al mismo tiempo que la limitan.

Contra una definición puramente abstracta, semántica, del texto, debemos tener en cuenta que las formas materiales de inscripción de los textos, o las formas de transmisión oral de estos textos producen la significación, o contribuyen por lo menos a la construcción del sentido. Toda historia de las prácticas de lectura es pues, necesariamente, una historia de los objetos escritos, manuscritos, impresos, o electrónicos, y por otro lado, una historia de las prácticas de los lectores. Conviene tener en cuenta que la lectura es siempre una práctica encarnada en ciertos gestos, espacios, hábitos. Debemos, entonces, identificar las disposiciones específicas que sirven para diferenciar las comunidades de lectores, las tradiciones de lecturas, los modos de leer.

Este proyecto debe tomar en cuenta varias series de contrastes. En primer lugar, por supuesto, los contrastes entre las competencias de lectura: hay un abismo esencial entre los alfabetizados y analfabetos, pero este abismo esencial no agota las diferencias en la relación con lo escrito. Todos aquellos que pueden leer los textos no los leen de la misma manera y en cada época hay una grande diferencia entre los virtuosos de la lectura y los lectores más torpes. Contrastes también entre normas y convenciones de lectura, que en cada sociedad definen comunidades de lectores cuyos usos del libro, modos de leer, instrumentos de comprensión y de interpretación son diferentes. Y finalmente existen los contrastes entre las diversas expectativas y los intereses que los diversos grupos de lectores ponen en la práctica de leer. De esas determinaciones que gobiernan las prácticas dependen las maneras en que pueden ser leídos los textos, y leídos de modo diferente por lectores que no comparten las mismas técnicas intelectuales, que no mantienen relación semejante con lo escrito, que no otorgan ni el mismo significado ni el mismo valor a un gesto que es sólo aparentemente, idéntico: leer. Por consiguiente, una historia de las lecturas y de los lectores, ha de ser una historia de los modos de utilización, de comprensión, de apropiación de los textos.

El investigador deberá considerar que el mundo del texto es un mundo de objetos, de formas, de efectuaciones, cuyas convenciones, dispositivos permiten y limitan a la vez la construcción del sentido. Y por otro lado, una historia de la lectura considerará que el mundo del lector es un mundo constituido por comunidades de lectura a las que pertenecen los lectores singulares. Cada una de estas comunidades comparte en su relación con lo escrito un mismo conjunto de competencias, usos, códigos, intereses. Por ello se debe desplegar una doble atención: a la materialidad de los textos y a las prácticas de los lectores.

Por último voy a decir que esta historia de la lectura nació dentro del ámbito de la historia del libro, pero al mismo tiempo, que no se satisface de las formas tradicionales que practica la historia del libro. Lo más importante es este momento de encuentro entre el lector y sus libros. Es lo que quisiera analizar en esta conferencia dando mucho tiempo para la discusión con ustedes.

Lo importante es intentar reconocer cuáles fueron en la muy larga duración, las principales mutaciones, quizá revoluciones de la lectura y hablaré de los siglos que conozco más que otros, es decir, la época comprendida entre finales de la Edad Media, con la invención de Gutemberg a la mitad del siglo XV, hasta la revolución del presente, la revolución del texto electrónico. La primera transformación que debemos tomar en cuenta es la transformación técnica que revolucionó a mediados del siglo XV los modos de reproducción y producción de los textos, y los modos de fabricación del libro, con los caracteres móviles y la prensa de imprimir, es decir, la invención de Gutemberg. La copia manuscrita dejó de ser el único recurso disponible para asegurarse la multiplicación y la circulación de los textos, debido a que rebajaba de manera considerable los costos de producción del libro (ya que se dividía por la totalidad de los ejemplares de una misma tirada) y debido también a que acortaba el tiempo de fabricación del libro, que en el tiempo del manuscrito seguía siendo muy largo. Esta invención de Gutemberg permitió sin duda alguna la circulación de los textos a una velocidad y en una cantidad anteriormente imposible. Cada lector podía tener acceso a un mayor número de libros, cada libro podía llegar a un número mayor de lectores. Además, la imprenta permitía la reproducción idéntica de los textos, o casi idéntica, porque con la posibilidad de corregir el texto durante el proceso mismo de la impresión, durante la tirada se daban o se podían dar variaciones entre ejemplares de una misma emisión. Sin embargo y globalmente se presentó una identidad dada a los textos impresos, y a partir de este momento se transformaron las condiciones mismas de la transmisión y recepción de los textos.

Cabría por consiguiente considerar que la invención y la difusión de la imprenta entrañaron en sí una revolución fundamental de la lectura, pero posiblemente no fue así, y lo digo por varias razones. En primer lugar, resulta evidente que en sus estructuras esenciales, el libro no se vio trastornado por la nueva técnica, hasta por lo menos los comienzos del siglo XVI. El libro impreso siguió dependiendo del manuscrito, cuyas características, tipo de letra, apariencias, puesta en página, eran idénticos en el manuscrito y en el libro impreso. Se puede decir también que un libro impreso, en este primer siglo de la invención de Gutemberg, se consideraba como acabado únicamente cuando diferentes manos, la mano del iluminador, la mano del corrector, habían añadido las miniaturas, las iniciales ornadas, las marcas de puntuación, la rúbrica o los títulos.

Pero más allá de esto, hay algo fundamental y es que el objeto libro, antes y después de Gutemberg, era idéntico. Es un objeto constituido por una hoja de papel, o de otra materia, doblada y estas hojas son dobladas y unidas en cuadernillos y reunidas bajo una misma cubierta con tapas de encuadernación. Por esta razón, se puede ver que todos los sistemas de organización, de identificación de los textos que estamos ya utilizando fueron inventados, fueron establecidos, no después de la invención de Gutemberg, sino antes, en los últimos siglos del libro manuscrito: así las divisiones de las páginas, la numeración de las hojas, columnas y líneas o las relaciones analíticas establecidas en el manuscrito mismo entre el texto, sus glosas, sus notas, los índices, etcétera. Debemos hacer hincapié en el papel desempeñado por los scriptoriu monásticos o los talleres de los escribanos del siglo XIV y XV para entender cómo se ha definido un orden del libro que Gutemberg ha heredado y que hemos heredado después de él. Se podía decir también que la jerarquía de los formatos de los libros, tal como la conocemos, el libro de gran folio, el libro de estudio, el libro de saber, el formato medio (de ellos los libros a través de los cuales en el Renacimiento, se han publicado los textos de los humanistas o los clásicos de la antigüedad j, y finalmente el libro de bolsillo, el libro de cabecera. Esta jerarquía de formatos que unen géneros textuales, formas de libros y modos o prácticas de lectura se ha establecido, no con Gutemberg, sino con la tipología del libro manuscrito en los siglos XIV y XV.

Creo que hay otra razón para matizar muy fuertemente el efecto de la invención de Gutemberg, es el hecho de que esta invención no ejerció una influencia decisiva sobre una revolución fundamental de la lectura, es decir, el paso de una lectura necesariamente oralizada para que el lector pueda entender el sentido de lo que lee a una lectura tal como la practicamos, es decir, una lectura silenciosa, una lectura que no supone de ninguna manera la oralización del texto por sí mismo. Esta trayectoria es una trayectoria que se desplegó a través de toda la Edad Media. En primer lugar, dentro del medio de los monasterios en los siglos VIII, IX, X, después en el mundo de las escuelas, de las universidades, en los siglos XII y XIII y a finales de la Edad Media esta revolución llega a los medios aristocrá- ticos de las cortes principescas o monárquicas. Se podría pensar que hay una continuación de este movimiento hasta el siglo XVIII, XIX y XX en los que la práctica de la lectura silenciosa se define finalmente como el criterio de la alfabetización. Ustedes saben que en la identificación del analfabetismo en el siglo XX, particularmente en las sociedades del mundo occidental, el criterio para identificar a los analfabetos es la necesidad que tienen de leer un texto de manera oralizada para entenderlo, de tal forma que lo que era muy raro a los comienzos de la alta Edad Media se ha convertido en una práctica esperada de cada individuo, es decir, la lectura silenciosa.

Debemos pensar que la revolución de Gutemberg no se transformó inmediatamente en una revolución de la lectura que había iniciado antes. Quizá para entender un desplazamiento fundamental de la relación de las sociedades occidentales con el libro, la cultura textual, debemos pensar en este movimiento fundamental de los siglos XII y XIII cuando el modelo monástico de la escritura se desplaza a un modelo escolástico de la lectura, cuando el libro se transforma en el objeto y el instrumento, a la vez, de la labor intelectual. Se ve aquí que hay una raíz fundamental de una profunda transformación de la relación de las sociedades occidentales con la cultura escrita. De todas maneras, la posibilidad de leer silenciosamente, sin la necesidad de la oralización, transformó fundamentalmente la relación con lo escrito; permitió una lectura más rápida, más hábil que no era despistada por la complejidad de la organización textual en el manuscrito de la Edad Media. Particularmente el manuscrito escolástico, con el texto en el centro de la página y todas las glosas, comentarios, índices que le acompañaban. Por otro lado, esta lectura silenciosa permitió definir la lectura como un acto de lo privado, como un acto de la distancia tomada por el individuo en relación con los otros. De esta manera, debemos considerar que esta revolución es fundamental, pero no podemos ligarla directamente con la invención de Gutemberg.

La segunda revolución que quisiera evocar que es la Revolución del Siglo XVIII, cuando los contemporáneos mismos hablaron de una «revolución de la lectura». ¿Por qué en la Ilustración hay muchos discursos que definen la situación experimentada por sus autores como un tiempo de revolución de la lectura? Lo podemos ver, por ejemplo, a través de las relaciones de viaje. En las descripciones de las ciudades se insiste sobre la nueva universalidad de la lectura, presente en todos los medios sociales, en todas las circunstancias, en todos los lugares. Los textos alemanes hablan de una «fiebre de leer», de una «rabia lectora». Si lo que se dice es verdadero, es claro que hay una revolución profunda de la relación con lo escrito.

Dentro de este conjunto de discursos, los discursos de los médicos son particularmente interesantes, ya que subrayan los efectos destructores de los excesos de lectura. La lectura es concebida en esta perspectiva médica como un desorden individual o como una epidemia colectiva. Hay una idea generalizada en los diagnósticos de los médicos del siglo XVIII, en la cual se concibe a la lectura como algo terrible, ya que en ella se une la inmovilidad del cuerpo y la excitación de la imaginación. A partir de esto, en el exceso de lectura se radican toda una serie de enfermedades y más allá de esto, una distancia tomada por el lector en relación con el mundo: el rechazo de la realidad, la preferencia otorgada a la quimera. Se ve que aquí hay a menudo una cercanía establecida entre el exceso de lectura, la práctica solitaria y excesiva de la lectura, y otras prácticas solitarias: en este caso, las sexuales. Ambas prácticas, según los médicos de la Ilustración, conllevan los mismos síntomas: palidez, inquietud, indiferencia, frustración, y por supuesto, el peligro es máximo cuando la lectura es la lectura de una novela y el lector, una lectora que lee en la soledad, sustraída a la mirada de los demás. Pero hay un discurso más general en el que todo aquel que practica esta lectura sin límites, está amenazado por las enfermedades que se vinculan con este exceso. Se ve aquí que hay un tema interesante para reflexionar sobre cómo a través de la psicología sensualista del siglo XVIII se reformulan las condenas de los excesos de la lectura, o de las malas lecturas, que habían encontrado una forma previa en la condena cristiana de las iecturas que conllevaban malos ejemplos; o del tema neoplatónico tan fuerte en el siglo XVI, del peligro de la invención por parte de los poetas y consecuentemente su repercusión dentro de la imaginación de los lectores.

Se ve que este discurso que condena los excesos de lectura se encuentra no únicamente en los tratados de los médicos, sino también en los textos de los filósofos, cuando la lectura es una lectura que no se vincula con el proyecto mismo de la Ilustración. Fichte hablaba de esta lectura como un narcótico, como algo que es un pasatiempo inútil y que distrae de la tarea fundamental de la Ilustración. De la misma manera vemos estas nuevas prácticas de lectura representadas en los cuadros, en las láminas, y también en las decoraciones de vajilla, de loza o porcelana, en los bolsillos de reloj, y en las formas de figurines. Hay una proliferación de la imaginería de la lectura que permite ver nuevas prácticas en el siglo XVIII, como la lectura en el jardín, en contacto con la naturaleza, al aire libre, la lectura mientras se camina, la lectura en la cama, la lectura en común, en la sociabilidad del salón o de la asamblea doméstica. Todas esas representaciones indican, a su modo, que las prácticas han cambiado y que los lectores son más numerosos y que están poseídos por una verdadera furia de leer.

Hay algunos historiadores que han propuesto traducir esta percepción de los contemporáneos a través de una dicotomía conceptual. Estilo antiguo, tradicional de lectura, llamada intensiva consistía en una lectura que se enfrentaba a un corpus, un conjunto de textos limitado, cerrado; textos que eran leídos y releídos, memorizados, reeditados, entendidos y sabidos de memoria; transmitidos de generación en generación. Frente a este modelo tradicional, un modelo nuevo que se establece con la Ilustración se caracteriza como lectura extensiva, es decir, una lectura de lectores que consumen numerosos impresos nuevos y efímeros; que leen con rapidez, con avidez; y que abordan a los textos con una mirada crítica, distante. Así, una relación libre, desenvuelta, irreverente con lo escrito, habría sustituido otra relación comunitaria y respetuosa.

Es claro lo que se puede criticar de esta oposición entre la lectura intensiva, antes del siglo XVIII, particularmente antes de los años cincuenta del siglo, y la lectura extensiva, supuestamente posterior a este momento histórico. Por un lado, es claro que los lectores humanistas del Renacimiento eran a la vez lectores intensivos y extensivos, leían muchos textos, acumulaban las lecturas, para extraer de los textos la información, las citas, los modelos que necesitaban para producir sus propios textos. Y al revés, se puede decir que es en el siglo XVIII que podemos encontrar a los más intensivos de los lectores, no únicamente los lectores populares que leían los pliegos de cordel, o en Francia los libros de la Biblioteca Azul, o en Inglaterra los chapbooks, y que los leían según los rasgos clásicos de la lectura intensiva, es decir, la memorización, la escucha y finalmente el reconocimiento de textos o formas más que el descubrimiento de una nueva literatura. Pero también hay dentro de los medios letrados, de las elites, una lectura particularmente intensiva que se vincula con la nueva definición de la novela, con Richardson o con Rousseau, con Goethe, con Bernardin de Saint-Pierre. La novela supone un lector, una lectora, que va a leerla de una manera particularmente intensiva: leer y releer, recitar, citar, conocer de memoria. Finalmente hay en este tipo de lectura una proyección del lector, de la lectora, dentro de la novela. Se reconoce, se identifica, a los personajes de la ficción. Esta lectura intensiva de la novela finalmente comprometía toda la sensibilidad; los lectores lloraban, los lectores leían en sociedad o solitariamente estas novelas que tenían impacto sobre su sensibilidad. Hay muchos casos en que este tipo de lectura que movilizaba todos los afectos del individuo, se transformaba en una escritura, escritura en el libro mismo o en escritura al autor del libro, transformado en un director de consciencia, en un maestro de existencia. Es la razón por la cual Richardson, Rousseau y Goethe recibieron tantas cartas de lectores que leían sus libros y que los leían como advertencias o consejos para su vida.

Se debe matizar mucho la oposición entre intensivo y extensivo a partir de estas observaciones. Lo que queda es que podemos encontrar y verificar en el siglo XVIII una serie de mutaciones dentro de la producción impresa, que conlleva no una transformación sino una revolución de la lectura: así una multiplicación de la producción pese a la estabilidad tecnológica de la producción del libro, la profunda transformación de los periódicos, el triunfo de los pequeños formatos, y la posibilidad de leer sin comprar los libros a través de las librerías de préstamos, o a través de los gabinetes de lectura, o de las sociedades de lectura.

Me parece que estos elementos tuvieron un impacto sobre las prácticas de lectura. Una manera de ver este fenómeno es pensar que todas estas representaciones que describían una forma de lectura perdida, desaparecida: la lectura patriarcal, campesina, biblica, que les gustaba representar a los pintores o a los autores de novelas sus lectores, era como un mito de una lectura comunitaria, que significaba un mundo desaparecido en el que el libro era reverenciado, y la autoridad respetada. Contra esta proyección en el pasado de una situación ideal, lo que se denunciaba, por supuesto eran las lecturas ordinarias, ciudadanas, descuidadas y desenvueltas de los contemporáneos. De esta manera me parece que debemos pensar en lo que cambió a finales del siglo XVIII sin necesariamente encerrar estos cambios dentro de la oposición de la lectura intensiva y la lectura extensiva. Lo importante quizá es la posibilidad, para un número cada vez mayor de lectores de practicar diversos tipos de lectura: lectura silenciosa, lectura en voz alta, lectura solitaria, lectura dentro de la familia, lectura pedagógica o lectura para el placer. Los intelectuales, los letrados, los medios de las élites en el siglo XVIII han conquistado este repertorio, complejo, diferenciado, de prácticas de lectura. Aquí quizá debemos rastrear la revolución de la lectura del siglo XVIII.

Para acabar quiero pensar un poco con ustedes sobre la revolución del presente, que es la revolución de la transmisión electrónica de los textos.

Aquí me parece que debemos subrayar diversos rasgos. El primero es que con este nuevo modo de producción, inscripción, transmisión y recepción de los textos, vacilan todas las categorías y todas las funciones tradicionalmente asociadas con la cultura escrita en su forma impresa. Por un lado, es claro que en el mundo del texto electrónico las nociones jurídicas de Copyright, propiedad literaria, derechos de autor; o las nociones estéticas de originalidad, creación individual y singular, todas estas categorías que han organizado, a partir por lo menos de siglo XVIII, la relación de las sociedades occidentales con lo escrito y con la cultura impresa, deben ser redefinidas porque no se ajustan de una manera directa con la nueva realidad textual.

Por otro lado, el texto electrónico supone una nueva economía de la escritura. Los papeles tan diversos del autor, el editor, el difusor del texto se pueden unir casi en una simultaneidad dentro de la misma persona. Se ve aquí que hay la necesidad de una re-definición profunda del punto de vista jurídico, estético, o de la división de la labor intelectual. Lo mismo se da cuando pensamos en el texto, en la realidad textual. La categoría de contexto cambia profundamente cuando pasamos de un contexto definido por la existencia de diversos textos dentro del mismo objeto, un libro o un periódico o cuando pensamos en la contextualización de los textos a partir de las arquitecturas lógicas, que ordenan las bases de datos informáticos.

Aquí hay dos modalidades absolutamente diferentes del contexto de un texto. Se podría decir la misma cosa de la materialidad del texto. En la cultura impresa como en la cultura manuscrita, el texto se identifica inmediatamente por la materialidad del objeto que lo conlleva y se forma una unidad entre el libro y el texto, una serie de textos y un objeto libro. En el mundo del texto electrónico no se puede identificar de esta manera, inmediatamente visible para el lector, la unidad textual. Para las prácticas de lectura se dice a menudo que finalmente el lector del texto electrónico encuentra de nuevo las mismas prácticas del lector de la Antigüedad, porque en ambos casos hay una lectura de un rollo, el rollo que se despliega en la pantalla o el rollo del lector de la Grecia o de la Roma antigua; pero me parece que no debemos, no podemos aceptar sin matices esta comparación, porque el rollo del lector de la pantalla es un rollo que se despliega verticalmente y no horizontalmente como el rollo de la antigüedad y este rollo tiene todas las señales, todos los elementos que se han vinculado con el codex a partir de los siglos II o III de la era cristiana para identificar a los textos.

Me parece que debemos empezar una reflexión profunda sobre las categorías de descripción y de identificación de la cultura textual. Me parece que debemos empezar también una reflexión quizá más política, cívica sobre las posibilidades que ofrece un texto electrónico porque hoy en día hay diversos futuros posibles. Por un lado, un futuro en el que va a establecerse la monopolización, el control de las empresas multimedia sobre la constitución, la oferta pública de los textos y de las informaciones. Un segundo futuro es un futuro de la multiplicación de comunidades separadas, desvinculadas, cimentadas sobre usos específicos, de la nueva técnica. Pero hay otro futuro posible que sería la constitución de un público universal de lectores y escritores que pueden utilizar la nueva técnica para recibir textos y para participar en un espacio público que no va a tener un límite práctico como el de la cultura manuscrita o impresa. De esta manera me parece que con el texto electrónico hay muchos riesgos, hay muchas pérdidas, pero al mismo tiempo hay una esperanza: la esperanza de dar una realidad por primera vez en la historia de la humanidad a lo que la Ilustración, y particularmente Kant definió como la constitución de un espacio público en el que cada uno, leyendo y escribiendo, puede hacer un uso crítico de su razón.

De esta manera me parece que aquí tenemos una novedad fundamental, pero al mismo tiempo tenemos un desafío, una responsabilidad colectiva, como lectores, como intelectuales, como ciudadanos, que consiste en hacer que esta nueva técnica, esta nueva posibilidad se ponga al servicio de este proyecto generoso, de la Ilustración. Tendremos entonces la fuerza para resistir, ya sea a una monopolización destructora de las singularidades y de las identidades, o a una fragmentación del mundo entre comunidades cerradas en sí mismas y sin comunicación una con otra. Es con esta esperanza que yo quisiera acabar mi conferencia, esperando sus preguntas, sus críticas, sus observaciones. Muchas gracias por su paciencia y particularmente con mi español.

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1. De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano, 1 Artes de Hacer. México: Universidad Iberoamericana, 1996, p. 187.

2. Borges, Jorge Luis. “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw” en Otras Inquisiciones. Buenos Aires: Emecé Editores, 1960, pp. 217-218.

Transcripción: Erika Alejandra Menchaca
Extraído de http://www.redalyc.org/pdf/384/38400705.pdf
Imágenes y referencias: 
http://www.bibliofiloenmascarado.com/
http://gutembergdigital.blogspot.com.ar/
http://www.faircompanies.com/blogs/view/sant_jordi_amazon_kindle_futuro_del_libro/
http://www.katzeditores.com/home.asp

Escribe Guillermo Flores

Guillermo Flores fundó las editoriales 13x13 y 800 golpes, y las revistas culturales Colofon y Arrancar. Hoy trabaja alegremente en comunicación digital.

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